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¿Qué puede separarnos?


Llevo milenios intentando encontraros. Os busqué en Grecia, pero yo era un perro. En Roma, el fuego de aquel loco no me dejó vivir más de un lustro, por lo que el intento fue baldío. En Constantinopla, cuando fuisteis dos de los 31, crucé la plaza para hablar con vosotros, pero me atropelló el caballo de Teodosio -no creo que os acordéis de esa, para mí, simpática escena-. En Aquisgran, un joven me apuñaló por robarle un ganso -os juro que lo hice para dar de comer a mis hijos-, así que no os puede ver. En Córdoba, me asesinaron por cristiano; y en Granada, por mudéjar. Y mi misión no obtuvo recompensa.


 
En El Escorial, un tal Felipe os tenía demasiado ocupados en aquella lúgubre y recóndita estancia, trabajando en el hallazgo de la "sustancia"; allí sólo era un gato y, cuando os encontré, habías muerto los dos por exceso de inhalación de azufre.


 
Hastiado de tanta búsqueda, y asqueado de mis múltiples fracasos por hallaros, decidí descansar durante un tiempo. Desperté en París, y de aquella época sólo recuerdo un espeluznante chasquido en mi gaznate; por lo que tardé varios años en recuperarme de aquel traumático ¿accidente?


 
"Perdí la cabeza" y, desde España, os fui a buscar a Cuba. Pero en ese país una mujer me dijo que os vio en Salamanca. Me dispuse a regresar, y lo hice, pero no silbando precisamente.


 
Tengo conciencia de que decidí reanudar mi búsqueda en el 37. Nos encontramos, pero no nos vimos. Los tres estábamos cerca, muy cerca. Os sentía. Os olía, sí; pero no os podía ver, ni escuchar. De aquel tiempo recuerdo que estaba feliz por haberos encontrado, pero tenía miedo: unos pobres hombres tenían la instrucción de ponernos en fila, taparnos los ojos y colocarnos una mordaza para sellar nuestros labios. De aquel momento no recuerdo más que unos cuantos fogonazos, un golpe seco y frío. Mucho frío.


 
Desperté en el XXI, siendo adulto, en una Universidad. Ya no recuerdo muy bien su nombre, pero era profesor. No sé muy bien de qué, pero era profesor. Trataba de enseñar algo, no sé muy bien el qué, pero trataba de enseñar. Un buen día, en una de las estancias de esa Universidad, un hombre calvo se dirigió a mí de forma tímida. Se presentó, me estrechó su poderosa mano y me dio calurosamente la bienvenida. Algo me llamó la atención de ese hombre, pero en ese momento no supe saber bien qué era.


 
Al día siguiente, en esa misma estancia, me encontré con otro hombre. Se sentó en el mismo lugar en donde antes lo había hecho el calvo. Éste era más joven y grueso, por no decir gordo. También él me estrechó su mano, que era tan poderosa como la del calvo, y me ofreció un amable recibimiento. Como sucediera el día anterior, algo llamó mi atención. Aunque tampoco supe dar una explicación exacta. Lógica.


 
Pasados unos días, y ya habiendo compartido con ellos varias horas de trabajo en esa misma estancia, me di cuenta de que yo ya había estado antes junto a esos dos hombres: el calvo y el gordo. El aroma que ambos desprendían me hizo recordar cuál fue el lugar. Fue en el lugar en donde algunos hombres permanecíamos de pie, en hilera. Justo en el lugar en donde algunos teníamos los ojos tapados y los labios sellados. Exactamente en el lugar en donde yo sentí frío. Mucho frío.

 

 

Segismundo.

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