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¿Imprudencia?

Antes solía leer meticulosamente las contraindicaciones de los prospectos. Me arrinconaba en el retrete de mi triste apartamento de treinta metros cuadrados –mi hacienda no daba para más- para saber qué diablos contenía aquello que previamente me había autorecetado.

También prestaba especial atención a la molécula, al componente activo, para saber qué tipo de droga me estaba prescribiendo. Es más, en el primer cajón de mi mesita de noche guardaba un mustio y marchito vademécum que compré en El Rastro por dos mil pesetas para consultar, en caso de duda, los efectos de la sustancia que me iba a administrar. Aunque, todo hay que decirlo, según iban transcurriendo los años, apenas me hacía falta recurrir al librote. Por lo que el prontuario, con el paso del tiempo, se iba convirtiendo más que una referencia, en un elemento de adorno.

Entre mis fármacos predilectos se hallaban, por orden de preferencia, el Bisolvón infantil -Clorhidrato de bromhexina-, elaborado con un singular sabor a fresa; la agria Aspirina de toda la vida -Ácido acetilsalicílico-; y el Duphalac solución oral en botella -Lactulosa (DCI)-, ese particular denso remedio contra el estreñimiento, que olía a frutas endulzadas.

Si bien es cierto que diariamente, y de forma litúrgica, me administraba mi dosis, lo hacía sin revoltijos ni mezclas. Es decir, a cada momento del día le correspondía un principio químico activo, con sus respectivas manifestaciones reactivas: Acción, reacción. Pura física, o sea.

El turno del Bisolvón acontecía a primerísima hora de la mañana, con el fin de toser, expectorar y casi vomitar los malos sueños que me castigaban inclementemente todas las noches. A mediodía, ingería Duphalac con la máxima de aliviarme por la noche, antes de que me sobreviniera el incesante y puntual correctivo onírico. Y a las doce en punto de la madrugada acudía a la Aspirina, para acallarme el dolor que acumulaba durante toda mi porfiosa jornada.

 

Pero estas sustancias eran las puras. Las mixtas las dejaba para otras ocasiones.  Entre las mezclas manejaba algún Orfidal –Loracepán-, esa benzodiacepina de sabor ácido y metálico, que me administraba de forma sublingual, para mezclarla con unos sorbos de ron añejo, y así poder dormir de un tirón los sábados. También ingería algún Ibuprofeno –antinlamatorio no esteroideo (AINE)-, Espidifen 600 miligramos en concreto, acompañado de unas cañas en la bodega de Ángela, después de jugar al tenis con mi vecino de enfrente, con el único objetivo de aliviarme la inflamación de mi ya maltrecho hombro izquierdo. Y, por supuesto, le daba a las vitaminas; y más concretamente al Pharmaton Complex, ya una mezcla en toda regla -que hacía que el eructo supiera a jugos gástricos-, para tratar de sobrellevar los cambios estacionales, prevenir los catarros, demorar el cansancio e incrementar mi memoria para tratar de no consultar mi triste y aburrida agenda.

Pero si tuviera que elegir entre una de las dos administraciones, me quedaría con la pura. Porque la mixta sólo sirve para acallar -o mejor dicho ocultar- dolencias, como se ha evidenciado.

  

Porque si se mezcla no se asume del todo la enfermedad, el dolor o el padecimiento. Y eso no es conveniente para una persona que siempre ha sido, o por lo menos ha pretendido ser, íntegra en esencia. Justa, honrada y virtuosa consigo misma y con el mal que le aquejaba, que no es sino un compañero, o compañera, póngale usted género, de fatigas.

Unas fatigas, o achaques, mejor dicho, que a estas alturas de mi vida se van haciendo más frecuentes. Y resulta muy absurdo, irracional y paradójico para un hombre como yo, ya entrado en carnes y en años, contradecir sus padecimientos y zozobras. Por lo que ya es hora de que regrese a la pureza, a la honradez, a la honestidad que se merece el fármaco. La droga.

Por este motivo, les manifiesto que he decidido tornar a mis orígenes. Voy a ser leal con quien lo fue antes conmigo primero –o eso al menos quiero pensar-. La química no merece ser tratada con tanto desprecio y ofensa por mi parte. A fin de cuentas es una ciencia divina y sobrenatural. Porque en la mayoría de las ocasiones se encuentra muy por encima del raciocinio y la interpretación humana.

   

Por eso, a partir de este momento, consumiré la sustancia, el compuesto, de forma pura, sin mezclas. Con una salvedad: nunca más leeré los prospectos de las drogas que me recete. Y prometo que, sin lugar a dudas, serán más nocivas que las que me suministraba en mi mancebía. Quizá porque ya no me importen sus efectos, o por que ya haya asumido que la muerte puede saludarme en cualquier momento. Sienta lo que sienta. Ingiera lo que ingiera. De forma prudente. O imprudente.

 

Segismundo.

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