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cuadernosbenjamenta

Diario de París 10 de julio de 2007

I. Sobre el modo de estar (au)sente en una silla.

No pretendo, entiéndaseme bien, proporcionar una norma o consejo o precéptica o regla o guía para (au)sentarse en una silla. Más bien, mi propósito viene a ser el de describir los modos en que puede uno (au)sentarse en una silla.

Es el caso que ayer, como sabéis, ocupé mi silla y lo hice como suelo, a saber: con el aparatoso despligue de bolígrafo, ordenador —en ocasiones es papel—, gafas, paquete de tabaco y mechero. Sentado al borde de la silla, como si fuera a saltar, como dispuesto a recibir cualquier don o dádiva entregado o dejado al azar por considerarlo sin valor. Sabéis que, como el insigne, leo incluso los papeles que hallo por el suelo.

Concentrado en mi estar en la sala dicté mi conferencia y punto. Una vez terminada, y visto que mis compañeros de mesa sólo estaban dispuestos a compartir lo que ellos consideraban un cierto centro, y puesto que tiendo a lo excéntrico y estoy siempre como fuera de los sitios, me dediqué a observar cómo se (au)sentaban en la silla.

Todos sentados con la espalda pegada al respaldo, es decir, cumpliendo con el lenguaje que es lo que debe ser en un congreso de hispanistas. Todos con las piernas correctamente alineadas con el cuerpo, piernas incapaces de salir de allí, entregadas a la silla y a su reja la mesa. Todos con los papeles delante perfectamente ordenados y dispuestos, pasados uno a uno según avanzaba la lectura. Todos inexcusablemente sin mirar a su público salvo en aquellos pasajes que ellos consideraban cruciales o relevantes o imprescindibles. Los antebrazos apoyados en la mesa, nunca los codos ni las manos. La silla a la distancia adecuada de la mesa.

En resumen, todos aferrados a su puesto, ocupándolo para que se notara su presencia, para que quedara memoria de su paso por la silla. No es baladí la cuestión, la silla se convierte en uno mismo, uno mismo ocupa la silla y cree que la silla es él. De este modo, se plega a la silla y a sus dictados, deja transitar desde su coxis hasta la cabeza, o desde el pubis hasta los ojos, ese vector vertical que lo sitúa en posición superior o elevada y entonces dicta, apostola, prescribe, legisla. Todos sentados en la silla.

En realidad no están sentados sobre la silla ni son la silla. Son el deseo de silla que anulan y creen cumplido por estar allí. El texto que escriben está hecho para la silla, para la postura que adoptan en la silla.

No seré yo quien les pida que se levanten. Cedo mi asiento por cortesía y educación y buenas maneras como el que cede el asiento en el transporte público a una persona discapacitada no como el que se lo cede a una mujer embarazada, a la que trae al otro y lo porta y le abre su vientre para que juege y se mueva, duerma o se derrumbe en una postura imposible. Cedo mi asiento, no me siento, me (au)sento de la silla.

 

II. Interesante conversación.

En el pasillo, con un café en la mano, Roger Chartrier se queda a mi lado. Le digo que la referencia que hizo ayer a Derrida no me pareció acertada. Me mira con curiosidad y me pregunta por qué. Le doy mi explicación y me dice que nunca habría querido equivocarse con Derrida, que lo lee a menudo y que fueron compañeros en el Collage de France, que lo respeta. Le cuento más en profundidad y me dice que sí, que lo entiende, pero que entonces nunca podríamos agarrar nada, avanzar, que la disolución completa de las referencias, los orígenes y los conceptos no es posible. Guardo un respetuoso silencio y él también. Después nos ponemos a charlar sobre Cervantes y me pregunta si estoy escribiendo la tesis. Le digo que no, que ya la leí y le cuento de qué iba (si es que eso, amado Odradek, puede contarse). A pesar de mi vaga explicación el tipo acierta y mediante preguntas va profundizando en mi investigación. Me pregunta dónde está publicada y le respondo que no lo está, seguramente se la presten en la Complutense porque allí dejé dos ejemplares. Va a empezar la siguiente conferencia y nos despedimos. Él se mete a escucharla y yo me largo a mi hotel.

Me pregunto si en su humildad reside nuestra diferencia, una vez anoté en este cuaderno que «suspender el juicio conlleva una esperanza infinita».

 

III. Paseo por PArís.

Esta tarde, después de una reconfortante, aunque brevísima siesta, decido emprender un paseo por la ciudad. Harto del congreso y de la ciencia de la nada, pero con la duda de ver a Chartrier entrar a escuchar a sus colegas, me encamino por la Rue Vaneau donde vivo y sigo por la rue Bellechasse hasta el Sena.

Cualquiera que visite la ciudad debe notar que en el cruce de la rue Bellechasse con la rue de Brenelle se aparece una mujer a la que precede una paloma. Ambas caminan al mismo ritmo, de tal modo que parece que la mujer pasea a la paloma mediante un hilo invisible, las dos con la cabeza alta, el pelo recogido hacia atrás, aspecto de edad indeterminada —ni joven ni mayor— y el andar diminuto, siempre a la misma distancia hasta que la paloma llega a los pies del transeúnte y echa a volar con el consiguiente respingo de la mujer que después sonríe y prosigue su camino.

Después se llega al Sena, allí es de notar un hombre idéntico a Marx, pelo crespo y barba de leñador, ambos canosos, ensortijados y muy blancos que, según se acerca para pedir un cigarrillo, se va transformando en Walt Witmann. Una vez alcanzado el Sena, previamente habremos tenido cuidado con una mujer joven, muy bella, que no respeta los semáforos, giraremos a la derecha, como si fuéramos a ver Notre-Dame. En los puestos de la orilla del Sena admiraremos las reproducciones de cartelería de principios de Siglo y no dejaremos de notar la mirada de un muchacho (¿inglés?) de apenas 10 u 11 años que se embelesa en los colores y las figuras. La familia, ajetreada con dos niños más pequeños, uno de ellos todavía en carrito, sigue su camino sin esperarlo hasta que se percatan de que lo dejaron atrás. Pero lo importante es observar esa mirada concentrada y embelesada, estamos asistiendo al nacimiento de una vocación.

Más adelante, casi en Notre Dame, descenderemos a los diques del Sena y buscaremos al Santo Bebedor. Nada parecido, sólo bellas jóvenes descalzas que conversan en actitud intelectual y chic. Bueno para la vista, peor para el oído. Emergidos del Sena y del trasiego de Bateaux-Mouche giraremos a la izquierda para atravesar la plaza de la catedral. Evitaremos la cola de turistas y seguiremos nuestro camino. Hace 19 años pude vivir una experiencia sobrecogedora cuando entré en la catedral (nunca había estado en ninguna) para evitar el calor. Entré sin esperar cola, sin pagar entrada, entre de improviso y me quedé parado en la entrada, bañado por esa luz acuática y por el medievalismo puesto ante los ojos de cualquiera. Pero dejémonos de nostalgias. Cruzando de nuevo para alejarnos del Sena tomaremos la Rue du Petit Point. Allí nos toparemos con St. Nazare. Entremos. En su interior, al caminar mirando los perfectos arcos que la sustentan, tropezaremos con una losa de piedra que se mueve. La moveremos con el pie para comprobar si es una tumba o bien una entrada a una cripta pero sólo conseguiremos balancearnos y hacer algo de ruido. Un turista italiano, de avanzada edad, nos recriminará con el gesto. Seguiremos caminando. Vista la Iglesia y el atrio exterior de gran belleza por su cuidado estado de ruina. Llegaremos al Boulevard Saint Michel. Casi a la altura de los jardines de Luxemburgo hallaremos en la acera un curioso mosaico de huellas de agua junto a un charco. Examinaremos el mosaico hasta que el viento y el sol que acaba de aparecer después de algunos días entre las nubes sequen el mosaico. Observaremos que algunas palomas que beben en un charco cercano dejan una huella similar a la que hemos observado como componente repetido y esencial del mosaico. Del Boulevard Saint Michel giraremos hacia el Boulevard de Montparnasse hasta toparnos con la Rue de Sevres, tomaremos dicha calle y a la izquierda encontraremos la Rue Vaneau.

Inquietante sorpresa, en la valla de la mansión misteriosa hay una mujer, parece la mujer que paseaba a la paloma. Está hablando a alguien que hay en la mansión. Le dice: No entres, escucha, no entres, no hay nada. Vuelvo enseguida, ven, ven conmigo, ahí no hay nada.

Al turista le da un vuelco el corazón, quiere acercarse pero sus piernas no se mueven. La mujer insiste, aterrada, hace gestos con la mano. Después se marcha triste, algo abatida. El turista se acerca con cautela, la curiosidad le puede. Sólo ve a un gato sentado ante la ventana abierta, el otro día no lo estaba, de la planta baja. El gato mira hacia dentro, escruta el interior. Sin previo aviso el gato salta y huye por la calle con el pelo erizado. El turista se larga de allí sin mirar atrás.

Llegada al hotel donde el turista debe afeitarse la barba.

 

 

1 comentario

Odradek críptico -

Luego Europa es un seto afeitado que debe recortarse la barba. Un seto (a)(u)sentado.