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cuadernosbenjamenta

Diario de París. 8 de julio de 2007

Lo que se ve desde esta ventana es Europa.

En la calle donde vivo hay algunas cosas de las que me gustaría que fuerais partícipes. En el número 1 bis, una casa burguesa con su notita señorial, vivió André Gide durante treinta o cuarenta años. Allí, probablemente escribió El Moralista o Los monederos Falsos. Ahora hay apartamentos de lujo para personas que no se lo merecen.

Un poco más arriba y en la misma acera está el número 9, lugar donde vivió durante años y quizá vive todavía Julien Green, autor de un diario monumental.

Por otra parte y subiendo hacia el hotel, en el número 24 se encuentra una mansión imponente, Chanaleilles que, en 1924 tenía alquilada Antoine de Saint-Exupèry y que actualmente parece que está dividida en diversos apartamentos de lujo para personas que no se lo merecen.

Seguimos subiendo y en el número 25 está la Farmacia Dupeyroux, donde uno de los líderes del instituto Benjamenta, Enrique Vila-Matas, compraba aspirinas francesas en la creencia de que eran mejores que las españolas.

Pasado el hotel, que se encuentra en el número 31, está el número 38 donde, como ya sabéis por mi diario de ayer, se conocieron Marx y Engels y le dieron forma, entre humo y palabras, al comunismo y a la revolución en forma de fantasma.

En los números 59 y 61 hay un extraño lugar. Se trata del Hotel Jeanne D’Arc tal y como reza en un escudo a pie de calle, tallado en la misma piedra que la fachada es imposible fijarse en él si no se cumple alguna de estas dos condiciones: o bien se deambula por la calle sin propósito, es decir, nunca buscando con urgencia un hotel; o bien se tienen ojos de lector, lector de la piedra, de lo que pone y está escrito en el mismo color del fondo sobre el que está escrito. Es un hotel, he pensado, para el lector entre líneas, entre palabras, para el lector del blanco sobre blanco. En el escaparate del hotel hay fotografías de varias personas, están pinchadas sobre un corcho, así que, como podéis pensar, se trata de fotografías de tamaño cotidiano 13x18 creo que son. En ellas siempre hay alguien con un pájaro o bien un pájaro solo. Destacan de entre esas personas una mujer mayor de aspecto antillano, una mujer que podría haberse sacado de Homeros de Derek Walcott. Está siempre rodeada de pájaros, en sus manos, en su cabeza, junto a sus labios, según la fotografía. Ignoro el sentido de estas fotografías pero en el siguiente viaje a París me alojaré allí.

Lo más llamativo para mí, lo que creo que le da a esta calle el impulso que estoy sintiendo desde que me instalé en la buhardilla y renuncié a mi jardín japonés extemporáneo es una casa que hay en el número 77. Se trata de una mansión de estilo fábrica inglesa de ladrillo. Un paralelepípedo perfecto. Ventanas sucias pero útiles todavía, flanqueada por dos construcciones cúbicas anexas, una a cada lado que hacen de la construcción un edificio simétrico perfecto. El hecho llamativo es que la entrada a la casa es un jardín corredor que ocupa toda la fachada, unos 15 metros, y que tapa literalmente cualquier acceso a la vivienda. El estado del jardín es el síntoma de que la casa está abandonada, de que nadie puede habitar en ella o de que, si lo hace, será a cuenta de no salir ni entrar.

Ayer a la noche, serían las 11.45, salí de mi hotel para llamar por teléfono. Caminé por la calle Vaneau, donde me encuentro, camino a la calle Sèvres, donde hay alguna cabina. Pasé enfrente de la casa y vi el jardín, olía a lilas que aquí están florecidas, me detuve para inspirar el aroma que me recordaba a mi casa de la sierra y súbitamente, entre la maleza, observé que había luces encendidas, concretamente 2. Una luz en la planta inferior, junto al flanco de la puerta de entrada que, entonces, me di cuenta, estaba completamente oxidada y llena de polvo. Otra luz en la planta superior, en uno de los extremos de la vivienda. Intenté curiosear, meter la cabeza entre la verja para ver mejor la luz de la planta inferior y vi una silueta, parecía una mujer joven. No sé decirlo con certeza, sé que miraba hacia la calle pero que lo único que podía ver era el follaje y la maraña de plantas que la fortificaban.

Seguí mi camino asustado, hablé por teléfono y volví al hotel. Cuando regresaba todas las luces estaban apagadas, lo vi desde la acera de enfrente, alejado unos 6 metros de la fachada. En el piso superior había una ventana abierta.

Di en pensar, con los nervios y el ajetreo de la visión anterior todavía palpitándome en las sienes, que aquella mujer había nacido allí, en aquella casa hacía muchos años, que se le había prohibido salir de allí y que había gastado su infancia mirando por aquella ventana. Las plantas crecieron y ella siguió mirando, veía el París del 68, oía aún a los estudiantes correr y montar barricadas, las bicicletas y las diminutas motocicletas zigzagueando entre el tráfico de policía y el ejército.

Ella miraba Europa con los ojos de hace treinta años, Europa había dejado de ser aquella masa de inquietud y compromiso para hacerse definitivamente el refugio de solterones de espíritu y de mercenarios de la palabra.

Desde mi ventana, si amplío un poco la vista, se ve Marx, se ve Engels, se ve André Gide, se ve Antoine de Saint-Exupery, se ve Julien Green, se ve Enrique Vila-Matas; desde mi ventana se ven apartamentos de lujo para gente que no se lo merece. Desde mi ventana se ve Europa, pero mis ojos están hechos para ver Europa. En la Europa que no quiero ver el misterio es la pobreza y la marginación. En la Europa que no quiero ver es preferible la injusticia al desorden.

Soy como la mujer ante la que ha crecido la vegetación, ante mis ojos crecieron libros que me guardan de la miseria y de la rutina.

    Cierra la ventana, amor, está empezando a entrar la realidad.

Después nos vamos a la cama.

¡Leed, leed, malditos!

1 comentario

Segismundo con parche -

Asia a un lado. Al otro, Europa. Y allá a su frente... un pirata que no hace otra cosa que abordar navíos repletos de la palabra ‘Palabra’ con el único objeto de repartirla de balde, como botín, entre sus corsarios. Aquellos decididos que requieren un guía, tal y como lo fue Barba Negra y ahora lo es Menard, para saciar su deseo de navegar por el mar de ‘El Verbo’; anhelando que surja una ola encrestada, otra tal vez, para comenzar a zarpar sin rumbo fijo, junto a él, hacia ese lugar en donde ya no hay retorno.


Gracias por el trofeo. Continúa pues de balde, como es tu deseo.

¡Oh, capitán, mi capitán!