Sobre una orden imposible: instrucciones para llegar a ser poeta
Por otra parte, haríamos plegarias si fuéramos creyentes por que el mundo se detuviera y hubiera un instante mágico más allá de esta cotidianidad que nos atenaza y nos orienta hacia alguna de las siguientes conductas: a. la culpa de mi mediocridad es de las circunstancias de mi vida, bastante tengo con estar como estoy; b. algo amenaza esta tranquilidad y esta posición que me he labrado; c. si erré al elegir fue porque las circunstancias obligaban; d. la justicia exige un desorden que no tengo por qué pagar, e. si no me gusta esta vida que tengo es porque aún conservo rasgos infantiles que me frenan en mi desarrollo como hombre cabal, y otras que no menciono para no abandonar la escritura y dedicarme a plañir por encargo en funerales y actos dolosos.
El hecho es que el niño, cuyo mundo está más acá y no imagina, sino que acepta y disfruta y combina y deja fluir, no obedece nuestra orden que, quizá, en una memoria muy profunda, sea uno de los momentos a los que eche la culpa de su mediocridad futura. El niño, decía, no obedece.
Y entonces nosotros, sin percatarnos, hacemos que el mundo se detenga porque le damos a nuestro hijo la orden imposible, la orden que nos aleja de nuestra labor de padres y adultos, que nos separa del orden y nos acerca a la justicia, que abre un mundo en este mundo de manera secreta. Abrimos un mundo porque forzamos la palabra y la llevamos a un extremo imposible, a un extremo para el que no está hecha, como si alguien pudiera decir estoy muerto.
— No hagas esto o esto otro.
El niño no obedece y nosotros rematamos para suspender el mundo:
— Obedéceme.
El mundo se suspende y nosotros, que nos creemos con el derecho a la vigilancia, a supeditar la libertad en nombre de la seguridad, crecemos en el rol de policías y nos olvidamos de que, en la mayor parte del tiempo con nuestros hijos, somos revolucionarios y poetas.
1 comentario
Segismundo -
Por eso, mis queridos hermanos, niños poetas, os amo tanto.