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El ilustre murciano

Al ilustre murciano no le hacía falta hablar. El gesto era su palabra. Pero eso sí, cuando me regalaba su verbo, fluido e instruido, me brotaba el alma. Me encandilaba en los pasillos de la cafetería de la Universidad con aquellas historias de la Historia. Esas que sólo los sabios pueden narrar. Y lo hacía con ronca parsimonia, sin inmutarse. Sin saber siquiera que aquello que me contaba era lo más interesante que había escuchado desde que murió mi tío.

 

Es curioso, pero los dos tenían muchas cosas en común. Su aspecto era tosco, pero amable. Su mirada era honda, pero cordial. Y su voz era ruda, pero entrañable.

 

Aunque lo que más me llamaba la atención era el parecido que guardaban ambos a la hora de realizar la seña.

 

Se mesaban los cabellos hacia un lado, de derecha a izquierda, con toda su larga mano abierta, cuando cavilaban. Se ponían de puntillas, elevándose al cielo, cuando comenzaban el discurso. Juntaban sus pobladas cejas cuando discrepaban. Se apartaban, del mismo modo, lejos, muy lejos, la moldura de sus gafas de su "alquitara pensativa", y frotaban bruscamente sus fatigados ojos, con el pulgar y el índice al unísono, cuando pedían la palabra. Ladeaban la cabeza, y empujaban el cuerpo hacia adelante, cuando asentían. Se rascaban la coronilla cuando sugerían y, antes de que les sobreviniera su bronca carcajada -cosa que sucedía a menudo- abrían sus enormes brazos; y te envolvían en su aura protectora para ahogar los demonios que los hombres vulgares solemos tener en lo más profundo de nuestras conciencias.

 

En cuanto a su forma de platicar, qué decir. Vomitaban tinta mientras hacían sonar su enérgica voz ronca, ya rota por el exceso de humo en sus pulmones. Porque esos dos pájaros fumaban a escondidas de sus mujeres, como lo hacen los adolescentes de sus padres en los bancos de los parques. Quizá fuera lo único que ocultaban, porque los filántropos no mienten. A lo sumo, tan solo creen guardar a sus santas algún pecado en silencio, ya perdonado por el paso de los años.

 

A veces pienso que es una lástima que no se hayan conocido estos dos profesores. Pero creo que DIOS distribuye, como piezas de ajedrez, a sus ángeles, para que la partida de la vida tenga más equidad entre los que sólo seremos siempre simples aprendices de maestros. Menos mal que me queda uno, mi ilustre murciano. Menos mal.

 

Segismundo

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