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La pluma

La pluma

Estaba dispuesto a todo sin pretender disponerlo: había que dejarse llevar.

Recientemente había visionado una película –era profesor de Teoría del Lenguaje Cinematográfico en la Universidad pública- para analizársela con todo detalle a los alumnos. 

La cinta comenzaba con el vagar de una pluma que, sin rumbo fijo y definido, determinado, se deslizaba en el vacío del aire; se dejaba llevar por el remanso del viento como lo hacen las últimas hojas de los álamos en otoño. 

Aunque, a diferencia de las hojas, la pluma no buscaba en su ineludible caída la muerte o el fin de una etapa, de una época, de un periodo estacional limitado por causa natural debidamente establecida. Determinada. 

No se trataba de un suceso determinante, entonces. Más bien el acontecimiento parecía establecer todo lo contrario. La pluma dibujaba en el lienzo del aire una ruta infinita, un círculo, una órbita, un viaje de ida sin retorno al lugar en el que en un tiempo inexacto decidió, azarosamente, emprender rumbo a la nada. O al todo. 

Su vagar se asemejaba al de una espiral como la que garabatea el niño cuando se le ofrece la página en blanco del cuaderno aún sin escribir, sin determinar, o sea. Luego entonces, su viaje apincelado era un vagar relativo; aunque misteriosamente coincidente por su repetición. 

Caía, se posaba, se levantaba: caerse, posarse, levantarse; caerse, posarse, levantarse… y luego volver a caer, para así repetir el ciclo. El círculo. La espiral, mejor dicho.  

Eso era todo. Más, nada. 

Y así el viento la transportaba, por orden del caos, como lo hace con las golondrinas, con las gaviotas o con el azor en todo su conjunto. Y la trasladaba, así, generosamente, en busca de un aposento, de una morada, de un refugio sólo temporal y efímero; que bien podía ser la cornisa de un deshabitado edificio, el parabrisas de un viejo automóvil, el respiradero enrejado de una oxidada alcantarilla o la hombrera de la gabardina de un despistado transeúnte que casualmente circulaba por una transitada avenida sin conocer la causa exacta de su partida, de su éxodo. 

Y allí, en esos lugares –como bien pudieran ser otros cualquiera-, se apeaba un instante para luego volver a retomar un viaje sin destino aparente. Y de esta forma, se aposentaba y permanecía inmóvil bajo el cuidado generoso y hospitalario de los objetos o las personas, con el único objetivo de retomar su curso una vez más para, por fin, llegar al principio. 

Y vagaba y deambulaba errante. Circulaba con el libre albedrío que naturalmente le había sido otorgado; conferido de forma aleatoria. 

Y como así fue su voluntad decidió, por causa indeterminada, descansar entre las páginas de un cuento infantil que permanecía abierto justo por su mitad. Ni más, ni menos.  

Allí descansó durante un tiempo determinado hasta que algo (o alguien) sin determinar decidió abrirlo determinantemente. Fue entonces cuando esa pluma indeterminada concluyó su determinante reposo; y emprendió una vez más, pero no la última, un nuevo y azaroso rumbo. Y cayó, se posó y se levanto para luego volver a caer, a posarse y a levantarse. Así, sin determinación. 

Del profesor no hay noticias. 

Segismundo. 

 

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