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De amicitia

" Debemos renunciar a conocer a aquellos a quienes algo esencial nos une; quiero decir, debemos aceptarlos en la relación con lo desconocido en que nos aceptan, a nosotros también, en nuestro alejamiento. La amistad, esa relación sin dependencia, sin episodio y donde, no obstante, cabe toda la sencillez de la vida, pasa por el reconocimiento de la extrañeza común que no nos permite hablar de  nuestros amigos, sino sólo hablarles, no hacer de ellos un tema de conversación (o de diálogos), sino el movimiento del acuerdo del que, hablándonos, reservan, incluso en la mayor familiaridad, la distancia infinita, esa separación fundamental a partir de la cual lo que separa se convierte en relación. Es el intervalo, el puro intervalo que, de mí a ese otro que es un amigo, mide todo lo que hay entre nosotros, la interrupción de ser que no me autoriza nunca a disponer de él, ni de mi saber sobre él (aunque fuera para alabarle) y que, lejos de impedir toda comunicación, nos relaciona mutuamente en la diferencia y a veces en el silencio de la palabra ".

M.B.

Sobre tres situaciones que podrían constituir una protogeografía del fracaso.

1. PRemisa mayor: Un hombre optimista es el que cree que éste es el mejor de los mundos posibles.

PRemisa menor: Un hombre pesimista es el que cree que éste es el mejor de los mundos posibles.

Conclusión: Perder la esperanza ayuda a que salgan bellos silogismos aparentemente conclusos.

 

2. PRemisa Mayor: Un hombre que se da a la razón y la obedece es un hombre perdido, a merced de otros.

PRemisa menor: El capricho es un camino más directo y eficaz.

Conclusión del hermano Segismundo: "A mí no me ha ido mal"

 

3. Corolario de Dios a los dos silogismos anteriormente enunciados.

"Vamos a ver, no es que tengas depresión ni que estés triste, es que, hombre, míralo, tu vida es una mierda".

 

De besos y de milagros

Su primer beso se lo regaló una rubia de ojos claros. Aquella mujercita, inesperadamente, le colocó sus manitas en la nuca, y le apretó fuertemente contra sí. Luego, casi inmediatamente, unió sus labios a los suyo y le concedió un tímido pero intenso beso que duró apenas un instante para aquellos que lo pudimos ver; aunque para ambos, a buen seguro, duró toda una eternidad. Le ocurrió con tres años cumplidos. Yo, por mi parte, tuve que esperar treinta y cinco para que me sucediera un milagro semejante.

 

Segismundo. 

Cuerdamente recuerdo. Y recuerdo.

Cuerdamente no imagino, recuerdo. No estoy loco, recuerdo. Simplemente sucede que el viento golpea despiadadamente los cristales de las casas y azota sin compasión las copas de los árboles.

 

Y recuerdo.

 

Puede que hoy, cuerdamente, sea cristal o árbol; porque me rompo y resquebrajo, me ondeo y me deshago como un débil mineral o una decrépita planta.

 

Y recuerdo.

 

Me quiebro y vibro, cuerdamente, con el batir del aire. Me rompo sin partirme.

 

Y recuerdo.

 

Y pienso, cuerdamente recordando, que esta desconsolada suerte, este pérfido castigo, me acontece por querer un día ser pluma, y tratar de dejarme llevar por el remanso de la brisa azarosa que está repleta de vacío.

 

Y recuerdo.

 

Aún así, cuerdamente, no me resigno.

 

Y recuerdo.

 

Y lucho, cuerdamente, como puedo contra el viento; porque hoy soy cristal y árbol. Y los dos están forjados, tallados, por azotes y golpeos. Cuerdamente recuerdo. Y recuerdo.

 

Segismundo. 

Poética, quizá

Introdúzcase paciencia y ritmo, extráigase lo que sobre, concentremos la expresión hasta que las palabras suden, es la extraña conciencia situada en el hígado la que escribe, nunca la racional, dejemos que las líneas se siembren y queden milagrosamente tan rectas, tan ordenaditas, ajustadas a cada margen, dejemos también que sobrepasen los márgenes y nos muestren lo inapropiado, lo impropio, lo incorrecto, vayamos hacia donde queremos sin saberlo y sin saber ir, con sorpresa, introdúzcase cada sílaba como una muerte, cada pausa como un nacimiento, pensemos en los amigos que como amigos leen, en las páginas que como amigas (quizá) van sucediéndose, desapropiándonos, dejándonos en lo escrito como se nos deja la vida en el minutero, desrealizándonos en texto a medida que vamos siendo, introdúzcase paciencia, una pizca de melancolía, cierto abandono y buena dosis de paz. Pues nadie lo espera.

Odradek autoabandonado

Sobre dos instrucciones copiadas que podrían resumir el futuro de la escritura de vuestro amadísimo líder

"Sin descanso, lee hasta el final mis versos, sigue atentamente la senda que dibujan; todo lo que hay en ellos, lo ha escrito la mano de un amigo. No sólo lo ha escrito la mano de un amigo, sino que también es un amigo quien lo ha compuesto: el escriba es también el autor del poema" (Abate Baudri, Saint Pierre de Bourgueil, 1087-1107).

"La cualidad de que se debe preciar el escribiente no es saber escrebir, sino delinear o bien dibujar con gracia" (Mateo Alemán, Ortografía Castellana)

Copiad, copiad cuanto podáis, dad cauce en la mano al trabajo de otro, seguid la enseñanza de Aristóteles, desde hace siglos mal interpretada, para el cual la gran obra clásica consiste en "la imitación de hombres esforzados", imitad a los que escriben y copiad, copiad malditos.

Líder Menard.

Sobre una orden imposible: instrucciones para llegar a ser poeta

Lo hacemos, los que somos padres sobre todo, con la mayor naturalidad y con una cotidianidad que raya en el hábito. Damos una orden, fundamentalmente una orden en estilo negativo: “No… hagas, digas, vayas, vengas, te muevas, etc” y como es costumbre entre los niños, que desean, que ven su mundo más acá del nuestro, la orden no es obedecida.

Por otra parte, haríamos plegarias si fuéramos creyentes por que el mundo se detuviera y hubiera un instante mágico más allá de esta cotidianidad que nos atenaza y nos orienta hacia alguna de las siguientes conductas: a. la culpa de mi mediocridad es de las circunstancias de mi vida, bastante tengo con estar como estoy; b. algo amenaza esta tranquilidad y esta posición que me he labrado; c. si erré al elegir fue porque las circunstancias obligaban; d. la justicia exige un desorden que no tengo por qué pagar, e. si no me gusta esta vida que tengo es porque aún conservo rasgos infantiles que me frenan en mi desarrollo como hombre cabal, y otras que no menciono para no abandonar la escritura y dedicarme a plañir por encargo en funerales y actos dolosos.

El hecho es que el niño, cuyo mundo está más acá y no imagina, sino que acepta y disfruta y combina y deja fluir, no obedece nuestra orden que, quizá, en una memoria muy profunda, sea uno de los momentos a los que eche la culpa de su mediocridad futura. El niño, decía, no obedece.

Y entonces nosotros, sin percatarnos, hacemos que el mundo se detenga porque le damos a nuestro hijo la orden imposible, la orden que nos aleja de nuestra labor de padres y adultos, que nos separa del orden y nos acerca a la justicia, que abre un mundo en este mundo de manera secreta. Abrimos un mundo porque forzamos la palabra y la llevamos a un extremo imposible, a un extremo para el que no está hecha, como si alguien pudiera decir estoy muerto.

— No hagas esto o esto otro.

El niño no obedece y nosotros rematamos para suspender el mundo:

— Obedéceme.

El mundo se suspende y nosotros, que nos creemos con el derecho a la vigilancia, a supeditar la libertad en nombre de la seguridad, crecemos en el rol de policías y nos olvidamos de que, en la mayor parte del tiempo con nuestros hijos, somos revolucionarios y poetas.

Camino del destierro, de sueños y palabras

Fue siempre hombre soñador y de palabra. Apenas poseía nada. Sólo eso, sueño y palabra. Toda su fortuna se resumía en dos escasos palmos de tierra que le procuraron por un tiempo cobijo y alimento (sueño y palabra).

  

Pero como todo es efímero y nada por defecto es eterno por exceso, una mala cosecha se llevó su maltrecha hacienda en tan sólo nueve días. Por lo que todo lo que le quedaba entonces no era más que eso, sueños y palabras.

  

- La tierra ya estaba muerta, Jimena. A la tierra ya no le quedaba nada. Era un sueño sin palabras.

  

Y así estas fueron justamente sus últimas palabras antes de emprender el camino hacia su sueño.

  

También hizo una promesa, de sueño y de palabra:

  

- Muy pronto estaremos juntos, mi amor, y nuestras dos hijas vivirán como reinas allá donde yo vaya con mi sueño y mi palabra.

  

Es cierto que no se fue solo en su destierro, es cierto: le acompañaron un primo hermano suyo y unos sesenta nobles hombres hechos también de sueños y de palabras.

  

Y así partieron juntos, sin nada entonces. Sólo con eso: el sueño y la palabra.

  

Simplemente, dijo él, y le siguieron todos, el azar, la determinación o la providencia se encargaría de arrastrarles por un camino de olas hacia otro nuevo puerto con ese digno sueño y con esa noble palabra.

  

Nadie salió a recibirle. Aunque las gentes que le vieron llegar lloraron y se apiadaron de su alma. Sólo una niña de nueve años, como su pequeña, se sentó a su lado mientras le velaba sus sueños y atendía sus palabras.

  

Después, todo fue difícil; pero fue. No vistió, ni durmió, ni comió como el resto; hasta que pudo hacerlo. Justamente, llegado ese momento, Jimena recibió una carta con tres pasajes; y sobrevoló junto a sus dos hijas, ya reinas, el mar por donde el hombre soñador y de palabra había navegado sólo provisto de eso: de sueño y de palabra.

  

Y Jimena comprendió entonces que el sueño era el camino. Y el camino, la palabra.

SEGISMUNDO MÍO.         

Sobre la realidad

De un libro de Vila-Matas, que, como París, no acaba nunca:

"Sobre la realidad, yo opino como Proust, que decía que por desgracia los ojos fragmentados, tristes, y de largo alcance, tal vez permitirían medir las distancias, pero no indican las direcciones: el infinito campo de los posibles se extiende y, si por casualidad, lo real se presentara ante nosotros quedaría tan fuera de los posibles que, en un brusco desmayo, iríamos a dar contra ese muro surgido de repente y nos caeríamos pasmados".

Otros lo llaman urgencia e incalculable. Pero, en otro lado del mismo libro:

"Ahora bien, en contrapartida a tanta angustia, pensar me llevó a sospechar que todos esos escritores que sabían trasladar sus problemas a sus libros, repitiendo en ellos una realidad ya de por sí insuficiente, y que tenían una visión ya hecha del mundo eran en realidad ridículos, pues si la literatura era posible se debía a que el mundo no estaba hecho. O era sólo mi mundo el que no lo estaba?".

No obstante, y a modo de nota al pie, notemos y anotemos que Vila-Matas incluye también la siguiente cita de un libro innombrable: "Aquí se aprende muy poco, falta profesores, y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, nunca llegaremos a nada, es decir, que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada".

La pluma

La pluma

Estaba dispuesto a todo sin pretender disponerlo: había que dejarse llevar.

Recientemente había visionado una película –era profesor de Teoría del Lenguaje Cinematográfico en la Universidad pública- para analizársela con todo detalle a los alumnos. 

La cinta comenzaba con el vagar de una pluma que, sin rumbo fijo y definido, determinado, se deslizaba en el vacío del aire; se dejaba llevar por el remanso del viento como lo hacen las últimas hojas de los álamos en otoño. 

Aunque, a diferencia de las hojas, la pluma no buscaba en su ineludible caída la muerte o el fin de una etapa, de una época, de un periodo estacional limitado por causa natural debidamente establecida. Determinada. 

No se trataba de un suceso determinante, entonces. Más bien el acontecimiento parecía establecer todo lo contrario. La pluma dibujaba en el lienzo del aire una ruta infinita, un círculo, una órbita, un viaje de ida sin retorno al lugar en el que en un tiempo inexacto decidió, azarosamente, emprender rumbo a la nada. O al todo. 

Su vagar se asemejaba al de una espiral como la que garabatea el niño cuando se le ofrece la página en blanco del cuaderno aún sin escribir, sin determinar, o sea. Luego entonces, su viaje apincelado era un vagar relativo; aunque misteriosamente coincidente por su repetición. 

Caía, se posaba, se levantaba: caerse, posarse, levantarse; caerse, posarse, levantarse… y luego volver a caer, para así repetir el ciclo. El círculo. La espiral, mejor dicho.  

Eso era todo. Más, nada. 

Y así el viento la transportaba, por orden del caos, como lo hace con las golondrinas, con las gaviotas o con el azor en todo su conjunto. Y la trasladaba, así, generosamente, en busca de un aposento, de una morada, de un refugio sólo temporal y efímero; que bien podía ser la cornisa de un deshabitado edificio, el parabrisas de un viejo automóvil, el respiradero enrejado de una oxidada alcantarilla o la hombrera de la gabardina de un despistado transeúnte que casualmente circulaba por una transitada avenida sin conocer la causa exacta de su partida, de su éxodo. 

Y allí, en esos lugares –como bien pudieran ser otros cualquiera-, se apeaba un instante para luego volver a retomar un viaje sin destino aparente. Y de esta forma, se aposentaba y permanecía inmóvil bajo el cuidado generoso y hospitalario de los objetos o las personas, con el único objetivo de retomar su curso una vez más para, por fin, llegar al principio. 

Y vagaba y deambulaba errante. Circulaba con el libre albedrío que naturalmente le había sido otorgado; conferido de forma aleatoria. 

Y como así fue su voluntad decidió, por causa indeterminada, descansar entre las páginas de un cuento infantil que permanecía abierto justo por su mitad. Ni más, ni menos.  

Allí descansó durante un tiempo determinado hasta que algo (o alguien) sin determinar decidió abrirlo determinantemente. Fue entonces cuando esa pluma indeterminada concluyó su determinante reposo; y emprendió una vez más, pero no la última, un nuevo y azaroso rumbo. Y cayó, se posó y se levanto para luego volver a caer, a posarse y a levantarse. Así, sin determinación. 

Del profesor no hay noticias. 

Segismundo. 

 

Informe Documenta XII Kassel

Hay, sin embargo, todavía arte. Estuve hace unos días en la Documenta XII, en Kassel. Con pocas esperanzas. Creí ir para encontrarme una vez más con la vacuidad de tanto arte moderno, con tanta pose y tanta palabrería. Parece como si, cada vez más, cada artista hiciese la estupidez que le diese la gana; basta con que encuentre quien lo exponga y quien lo comercialice adecuadamente; ya se encargará algún crítico o algún profesor de Estética de redactar un texto igualmente hueco que aparentemente lo legitime. Mierda a raudales; una metamorfosis más del mercado, pues. Y, sin embargo, hay todavía arte. Y belleza. Fue primero la belleza del viaje en tren. Alemania es verde oscuro. Árboles sin pausa en los bordes de los raíles, árboles sin pausa a lo largo de los arcenes de las autopistas, bosques que hacen comprender los cuentos en los que los niños se pierden. Y gestos. Las caras de quienes viajan, las caras en camino. Es decir, las caras de estar vivo, es decir, de paso, al paso. Y las despedidas y los encuentros en los andenes: nada más bello. Los horteras que prolongan los adioses durante horas a esa vieja pintadísima. La niña vestida de domingo para recibir a mamá. Abrazos largos, y después, otra vez, la cara de viaje, la cara de espera, de ir de paso, esa situación tan propia del ser humano en la que no tiene más que estar esperando, pensando (sinónimos).  Fue después la entrada en el Museo Fridericianum. Una entrada llena de espejos para que se viesen a sí mismos los visitantes; espejos situados justo donde antes se ubicaban los retratos de los artistas. Y, después de algunas salas imprecisas, en un espacio un tanto pequeño, un armazón grande de maderas y cuerdas, un tendedero bestial, muchas cuerdas formando cuadrados y ropa tendida en ellas. Entraron, de pronto, diez o doce mujeres jóvenes (por qué solamente mujeres...) e iniciaron un baile perfectamente sincronizado, con movimientos suaves, lentos, tensos; se fue apagando la música y el baile seguía, en tres de los cuatro lados del cuadrado de cuerdas y ropa, con la misma armonía, la misma simultaneidad, la misma belleza. Salieron, al finalizar los movimientos, todas las mujeres simultáneamente, y volvieron a entrar con guantes para dedicarse, de manera lenta y segura, a afianzar las cuerdas del tendedero. Hecho esto, se van, y entran tres mujeres nuevas que, despacio, con elegancia y armonía y un poco de rigor, se suben al tendedero, van tomando posturas imposibles e introducen brazos y piernas en la ropa tendida hasta quedar colgadas. En medio de un silencio espeso. Me abandoné, así reconciliado gracias a esa ropa tendida, a pasear abierto por el resto de las salas y el resto de los museos. Un letrero realizado con metales incandescentes decía: nos pasamos la vida buscando objetividad y no encontramos más que objetos. Lógico. Erótico, incluso. En la sala Beuys de la Neue Galerie, al acercarte a un cuadrado pequeño quedaba tu propia sombra proyectada sobre él, y solamente entonces se leía: has venido hasta una pequeña ciudad del centro de Alemania solamente para leer la palabra arte escrita en la pared bajo tu sombra. Quizá ciertamente el arte consiste solamente en lo que leemos como tal bajo nuestra sombra. Y esa sombra nos permite y nos impide a la vez leerlo.  El director de la Documenta, Buergel, en sus presentaciones, dice que la paradoja del arte moderno es que solamente puede vivirse si se acompaña del discurso teórico, de la reflexión o, al menos, del debate. Una dependencia tan absoluta del objeto artístico con respecto a la reflexión implicaría, sin embargo, creo, que 1) o bien la obra de arte sobra, o 2) el director de la Documenta está poco dotado para la experiencia estética. Esta última opción no me parece probable, pues su trabajo es bueno; más bien, puesto que en estos días leo la estética de Theodor Wiesegrund, me temo que el director en cuestión se ha creído lo que Adorno decía: que no hay inmediatez en la experiencia estética. Este libro, por cierto, está lleno de frases grandiosas (en una prosa insoportable, ciertamente), pero incluso éstas agreden: está lleno de sentencias, de órdenes y de exclusiones. Anhelo el estilo de los franceses. Deseo con ansia un libro de estética que no coarte, no sentencie y, sin embargo, diga. Queda una (im)posibilidad que se deduce del comentario de Buergel: si fuese cierto (y no lo es) que el arte moderno no puede experimentarse sin reflexión o discurso, entonces es que la escritura ha suplantado definitivamente al arte. Pues eso que algunos llamamos escritura será el único discurso (si es que es discurso, y no lo es) adecuado (si es que algo es adecuado, y no lo es) para acompañar a la obra de arte, si no para suplantarla. Y siempre que resulten discernibles (y no lo son). Anoto aquí tres ideas para cuando me encarguen dirigir la Documenta. Una: el Documenta Halle estará dedicado a la belleza natural, no al arte; allí abriremos vanos en los muros con marcos de cuadro a través de los cuales se verá la calle; pondremos, quizá, un andén de estación de tren con saludos y despedidas; y habrá seres humanos desnudos a los cuales se les podrá contemplar y tocar. Dos: en el Fridericianum dejaré salas vacías; otras estarán dedicadas a la pintura sobre lienzo más tradicional; en todas partes pondremos mesas, sillas y cafeteras para que el museo deje de ser ese espacio estéril y esterilizado en el cual nadie puede sentirse tranquilo; que la gente dormite o charle largo y tendidos; y se podrá tocar todo. Buena parte de las obras de arte se expondrá en los tranvías de Kassel. Tercera: en la Aue construiremos un laberinto y haremos que la gente se pierda; nadie estará seguro de haberlo visto todo, a veces pasarán mil veces por el mismo sitio... El anhelado centro del laberinto, al cual todo el mundo querrá llegar, estará en ruinas. 

Todo lo cual pongo en conocimiento y en sensibilidad del egregio Ménard, del (ex)doliente Segismundo, de la muy añorada Aura, de la doblemente ausente Rachel, de la suave Fangiulla, de walkirias, hijos y otros apéndices, de todos, en fin, quienes se unan a este laberinto, con el fin de que, llegado el momento, una placa atornillada en Kassel diga adecuadamente "El Instituto Benjamenta estuvo aquí, siempre estéticamente insatisfecho".

Odradek esteta

Al hilo de un comentario de Odradek

Querido Odradek:

Como líder vuestro y al hilo de tu comentario sobre la nariz y el pene, ordeno se cambie la siguiente expresión castellana "hablar largo y tendido" por la siguiente expresión benjamentina mucho más apropiada a la imaginación "hablar largo y tendidos".

 

Fue un error.

El escritor regresó al lugar donde descansaba.


Allí abandonaba la escritura cada año con el propósito de volver a hallarla dos semanas después.


De esa manera, pensaba, si no la dejaba entrar por el umbral de la puerta de aquella casita blanca sólo durante quince días, se reencontrarían con más deseo aún.


Y así fue hasta entonces.


Justo en su primera noche de abstinencia, y tal y como era costumbre, la dama llamó a su puerta de forma insistente. Pero en esta ocasión, al ver que no la dejaba asomarse siquiera por el hueco del cerraje -como solía hacer en otras ocasiones-, se marchó furiosa. Celosa como jamás la había visto.


El escritor, inquieto, tomó presto su cuaderno. Y lo abrío por su primera página. Y sobre el blanco manto del miedo escribió al dictado:


Ya no volveré nunca.


Y, efectivamente, jamás regresó.

Segismundo.

Una cuestión de narices.

Su nariz era tan prominente que podía oler cualquier cosa a miles, a millones, de kilómetros de distancia.


Cuando se hallaba cercano a la orilla del mar era capaz de embriagarse con el dulce olor a tomillo y a azahar que suele desprender el monte en las pálidas tardes de otoño.


Por el contrario, si se encontraba en la cima de la más alta montaña podía sentir el suave aroma de la brisa de sal que desprende el batir de las olas cuando se mezcla con la fina y tersa arena de la playa.

Podía oler cualquier cosa, aún sin estar presente en el lugar en el que acontecían los hechos pues.


Llegó a pensar entonces que aquella nariz, que le dotaba de gran olfato, no era sino un fabuloso don que probablemente un hado, o dios, le había otogado como medio para conseguir un buen fin. Un digno propósito.

Pero con el transcurrir de los años se fue dando cuenta de que aquella singular ofrenda no era mas que un castigo, divino o sobrenatural, que algún ser perverso le había conferido para reírse de él, justamente en sus propias narices.


Y así era, porque a ese humano sólo le era posible deleitarse con aquellos perfumes, aromas, lejanos a él. Aquellos que sólo le hacían memorar sucesos lejanos e inalcanzables sin darle opción a deleitarse con las pequeñas cosas que tenía frente a sí.


Sólo así comprendió entonces que ser feliz se había convertido para él en una cuestión de narices.

Segismundo.

Diario de PArís, 13 de julio de 2007 y final.

Diario de PArís, 13 de julio de 2007 y final.

Hoy he vuelto a ver la ola. He sentido el asedio de su fuerza, me sigue como ha seguido a otros a lo largo de la historia. Hay algo que me reserva y que espero con hospitalidad, nunca cae pero, como la flecha que no alcanza su objetivo, algo donde debía haber impactado se estremece. Me estremezco.

Estuve en el Musée Rodin. El pensador es una espalda curvada y cansada, el pensamiento llega cuando ya no quedan fuerzas, cuando hay que tirar de las últimas energías físicas, del dolor de músculos: la espalda, el cuello, hay algo de extremo en el pensamiento y no tiene que ver con la inspiración como don trascendente sino con estar cansado y ansioso y no poder ni dormir del cansancio en los ojos. Escribir es una tarea de la espalda y reflexionar también, de la espalda y de la mano. Los amantes condenados, Marcelo y Francesca, son el gesto de los pies, contraídos los dedos de él, laxos y abandonados los de ella. Los hombres siempre estamos a prueba en el amor.

Hay una escultura demoledora. Su título, «La edad madura».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Representa a un hombre camino de la vejez, la muerte lo acompaña y lo guía con la palabra, es fea pero el hombre lo acepta porque es lo que toca, lo que tiene que ser, envejecer y dejarse llevar hacia el final, hay muchos finales antes de la muerte. Al otro extremo una mujer joven y desnuda tiende la mano hacia el hombre que no la mira porque cree que es verdadero el sueño de ir muriendo. En esa escultura hay una decisión y no un destino. El hombre acepta y decide irse hacia la muerte. Podría haber mirado hacia atrás y haber optado por la joven mujer (su hija, quizá su amada) pero se siente avergonzado de no ser lo que se espera que sea. Es un volumen en movimiento, la clave está, según creo, en que el hombre es la articulación de la escena, el que la puede inclinar pero, como casi todos los hombres inclina la cabeza y dice sí.

Mañana de vuelta a Madrid, veré a Segismundo y todo esto me parecerá un sueño, un bello sueño donde he sentido como hacía años. He sufrido, he disfrutado, he sentido la soledad de escribir y también la de no pertenecer, he sentido la compañía de la gente que pasa dejándote algo, he sentido una silla y una ventana y también esta luz con la que la noche se anuncia en PArís.

Au revoire.

Diario de PArís, 12 de julio de 2007

Sobre el modo de (au)sentarse en una silla. (II)

Quienes habéis tenido la ocasión de trabajar codo a codo conmigo, o de verme trabajar, sabéis que me levanto mucho de la silla. Que voy a por algo, o simplemente cambio de postura, o me levanto y me siento. Eso, creo, es un modo de (au)sentarse en una silla. Pero os diré una cosa, si estoy escribiendo un informe o algo sin mayor relevancia que terminarlo, entonces no me levanto, prosigo y prosigo hasta que le doy fin, entonces me quito las gafas, me froto los ojos y me levanto de una vez por todas.

Cuando me levanto con frecuencia es cuando estoy escribiendo o pensando con el abismo al frente, entonces no hay quien me deje quieto. Estoy escribiendo un relato y lo planeo, más o menos, sentado. Entonces empieza a avanzar y yo me voy levantando cada vez más, no lo soporto, seguir escribiendo quiero decir, me levanto nervioso y camino por la habitación como un fiera encerrada. Después vuelvo a sentarme, una frase o dos y fuera de la silla. Creo que este es un modo, quizá demasiado evidente, de (au)sentarse en una silla.

Pero no quería hablar de ese modo, sino del modo en que lo hace Odradek. Él, conforme a la media, apuesta por sillas cada vez más altas, sillas seguras en algún lugar de estabilidad laboral y salarial. Puedes verle en su silla, nadie dudaría de que está allí, ni el banco, ni su familia, ni sus suegros, nadie pondrá en duda que ocupa una silla. Y, sin embargo, no está en la silla, está a un lado de la silla, mirando sin juicio, con la sorpresa reservada a los ingenuos esa silla que dicen que le pertenece. Puedes verle en su silla, pero cuando habla desplaza la silla de tal modo que el común de la gente ya no sabe si está mirando la silla o a la voz.

Este creo, es el método correcto de (au)sentarse en una silla según las directrices heredadas del Instituto Benjamenta de Patafísica.

 

Diario de París, 11 de julio de 2007


Hoy día de lectura. Algo de Michel de Certeau, siempre clarividente en las frases contundentes y algo decepcionante en los desarrollos. Algo de Ohram Pamuk, una novela titulada Nieve que tiene un músculo poderosísimo y finalmente la Duras. Ayer, buscando un libro para Odradek que no encontré me topé con otro que ya había leído en castellano y que no pude comprar en su momento: Écrire.

De él extracto esta frase que me llamó la atención.

«Cuando no es un libro se sabe de inmediato. Cuando no será un libro, no, no se sabe. Nunca»

Paseo por Montparnasse, decepcionante bohemia de colores para turistas y paseo por los Inválidos y los Campos Elíseos. París no se acaba nunca.

 

Diario de París 10 de julio de 2007

I. Sobre el modo de estar (au)sente en una silla.

No pretendo, entiéndaseme bien, proporcionar una norma o consejo o precéptica o regla o guía para (au)sentarse en una silla. Más bien, mi propósito viene a ser el de describir los modos en que puede uno (au)sentarse en una silla.

Es el caso que ayer, como sabéis, ocupé mi silla y lo hice como suelo, a saber: con el aparatoso despligue de bolígrafo, ordenador —en ocasiones es papel—, gafas, paquete de tabaco y mechero. Sentado al borde de la silla, como si fuera a saltar, como dispuesto a recibir cualquier don o dádiva entregado o dejado al azar por considerarlo sin valor. Sabéis que, como el insigne, leo incluso los papeles que hallo por el suelo.

Concentrado en mi estar en la sala dicté mi conferencia y punto. Una vez terminada, y visto que mis compañeros de mesa sólo estaban dispuestos a compartir lo que ellos consideraban un cierto centro, y puesto que tiendo a lo excéntrico y estoy siempre como fuera de los sitios, me dediqué a observar cómo se (au)sentaban en la silla.

Todos sentados con la espalda pegada al respaldo, es decir, cumpliendo con el lenguaje que es lo que debe ser en un congreso de hispanistas. Todos con las piernas correctamente alineadas con el cuerpo, piernas incapaces de salir de allí, entregadas a la silla y a su reja la mesa. Todos con los papeles delante perfectamente ordenados y dispuestos, pasados uno a uno según avanzaba la lectura. Todos inexcusablemente sin mirar a su público salvo en aquellos pasajes que ellos consideraban cruciales o relevantes o imprescindibles. Los antebrazos apoyados en la mesa, nunca los codos ni las manos. La silla a la distancia adecuada de la mesa.

En resumen, todos aferrados a su puesto, ocupándolo para que se notara su presencia, para que quedara memoria de su paso por la silla. No es baladí la cuestión, la silla se convierte en uno mismo, uno mismo ocupa la silla y cree que la silla es él. De este modo, se plega a la silla y a sus dictados, deja transitar desde su coxis hasta la cabeza, o desde el pubis hasta los ojos, ese vector vertical que lo sitúa en posición superior o elevada y entonces dicta, apostola, prescribe, legisla. Todos sentados en la silla.

En realidad no están sentados sobre la silla ni son la silla. Son el deseo de silla que anulan y creen cumplido por estar allí. El texto que escriben está hecho para la silla, para la postura que adoptan en la silla.

No seré yo quien les pida que se levanten. Cedo mi asiento por cortesía y educación y buenas maneras como el que cede el asiento en el transporte público a una persona discapacitada no como el que se lo cede a una mujer embarazada, a la que trae al otro y lo porta y le abre su vientre para que juege y se mueva, duerma o se derrumbe en una postura imposible. Cedo mi asiento, no me siento, me (au)sento de la silla.

 

II. Interesante conversación.

En el pasillo, con un café en la mano, Roger Chartrier se queda a mi lado. Le digo que la referencia que hizo ayer a Derrida no me pareció acertada. Me mira con curiosidad y me pregunta por qué. Le doy mi explicación y me dice que nunca habría querido equivocarse con Derrida, que lo lee a menudo y que fueron compañeros en el Collage de France, que lo respeta. Le cuento más en profundidad y me dice que sí, que lo entiende, pero que entonces nunca podríamos agarrar nada, avanzar, que la disolución completa de las referencias, los orígenes y los conceptos no es posible. Guardo un respetuoso silencio y él también. Después nos ponemos a charlar sobre Cervantes y me pregunta si estoy escribiendo la tesis. Le digo que no, que ya la leí y le cuento de qué iba (si es que eso, amado Odradek, puede contarse). A pesar de mi vaga explicación el tipo acierta y mediante preguntas va profundizando en mi investigación. Me pregunta dónde está publicada y le respondo que no lo está, seguramente se la presten en la Complutense porque allí dejé dos ejemplares. Va a empezar la siguiente conferencia y nos despedimos. Él se mete a escucharla y yo me largo a mi hotel.

Me pregunto si en su humildad reside nuestra diferencia, una vez anoté en este cuaderno que «suspender el juicio conlleva una esperanza infinita».

 

III. Paseo por PArís.

Esta tarde, después de una reconfortante, aunque brevísima siesta, decido emprender un paseo por la ciudad. Harto del congreso y de la ciencia de la nada, pero con la duda de ver a Chartrier entrar a escuchar a sus colegas, me encamino por la Rue Vaneau donde vivo y sigo por la rue Bellechasse hasta el Sena.

Cualquiera que visite la ciudad debe notar que en el cruce de la rue Bellechasse con la rue de Brenelle se aparece una mujer a la que precede una paloma. Ambas caminan al mismo ritmo, de tal modo que parece que la mujer pasea a la paloma mediante un hilo invisible, las dos con la cabeza alta, el pelo recogido hacia atrás, aspecto de edad indeterminada —ni joven ni mayor— y el andar diminuto, siempre a la misma distancia hasta que la paloma llega a los pies del transeúnte y echa a volar con el consiguiente respingo de la mujer que después sonríe y prosigue su camino.

Después se llega al Sena, allí es de notar un hombre idéntico a Marx, pelo crespo y barba de leñador, ambos canosos, ensortijados y muy blancos que, según se acerca para pedir un cigarrillo, se va transformando en Walt Witmann. Una vez alcanzado el Sena, previamente habremos tenido cuidado con una mujer joven, muy bella, que no respeta los semáforos, giraremos a la derecha, como si fuéramos a ver Notre-Dame. En los puestos de la orilla del Sena admiraremos las reproducciones de cartelería de principios de Siglo y no dejaremos de notar la mirada de un muchacho (¿inglés?) de apenas 10 u 11 años que se embelesa en los colores y las figuras. La familia, ajetreada con dos niños más pequeños, uno de ellos todavía en carrito, sigue su camino sin esperarlo hasta que se percatan de que lo dejaron atrás. Pero lo importante es observar esa mirada concentrada y embelesada, estamos asistiendo al nacimiento de una vocación.

Más adelante, casi en Notre Dame, descenderemos a los diques del Sena y buscaremos al Santo Bebedor. Nada parecido, sólo bellas jóvenes descalzas que conversan en actitud intelectual y chic. Bueno para la vista, peor para el oído. Emergidos del Sena y del trasiego de Bateaux-Mouche giraremos a la izquierda para atravesar la plaza de la catedral. Evitaremos la cola de turistas y seguiremos nuestro camino. Hace 19 años pude vivir una experiencia sobrecogedora cuando entré en la catedral (nunca había estado en ninguna) para evitar el calor. Entré sin esperar cola, sin pagar entrada, entre de improviso y me quedé parado en la entrada, bañado por esa luz acuática y por el medievalismo puesto ante los ojos de cualquiera. Pero dejémonos de nostalgias. Cruzando de nuevo para alejarnos del Sena tomaremos la Rue du Petit Point. Allí nos toparemos con St. Nazare. Entremos. En su interior, al caminar mirando los perfectos arcos que la sustentan, tropezaremos con una losa de piedra que se mueve. La moveremos con el pie para comprobar si es una tumba o bien una entrada a una cripta pero sólo conseguiremos balancearnos y hacer algo de ruido. Un turista italiano, de avanzada edad, nos recriminará con el gesto. Seguiremos caminando. Vista la Iglesia y el atrio exterior de gran belleza por su cuidado estado de ruina. Llegaremos al Boulevard Saint Michel. Casi a la altura de los jardines de Luxemburgo hallaremos en la acera un curioso mosaico de huellas de agua junto a un charco. Examinaremos el mosaico hasta que el viento y el sol que acaba de aparecer después de algunos días entre las nubes sequen el mosaico. Observaremos que algunas palomas que beben en un charco cercano dejan una huella similar a la que hemos observado como componente repetido y esencial del mosaico. Del Boulevard Saint Michel giraremos hacia el Boulevard de Montparnasse hasta toparnos con la Rue de Sevres, tomaremos dicha calle y a la izquierda encontraremos la Rue Vaneau.

Inquietante sorpresa, en la valla de la mansión misteriosa hay una mujer, parece la mujer que paseaba a la paloma. Está hablando a alguien que hay en la mansión. Le dice: No entres, escucha, no entres, no hay nada. Vuelvo enseguida, ven, ven conmigo, ahí no hay nada.

Al turista le da un vuelco el corazón, quiere acercarse pero sus piernas no se mueven. La mujer insiste, aterrada, hace gestos con la mano. Después se marcha triste, algo abatida. El turista se acerca con cautela, la curiosidad le puede. Sólo ve a un gato sentado ante la ventana abierta, el otro día no lo estaba, de la planta baja. El gato mira hacia dentro, escruta el interior. Sin previo aviso el gato salta y huye por la calle con el pelo erizado. El turista se larga de allí sin mirar atrás.

Llegada al hotel donde el turista debe afeitarse la barba.

 

 

Diario de París, 9 de julio de 2007

Hoy conferencia. Unas doscientas personas sentadas cabalmente en sus sitios. Tres de la tarde. Fuera de la sala una tormenta legendaria. Truenos, el cielo oscuro y una lluvia torrencial que prometía lavarlo todo.

El saber está hecho de hallazgos sin importancia que se van acumulando. Explico mi conferencia antes que leerla y recibo una cierta vibración del público que asiste. El tema: Retórica y Poética en los siglos de Oro. El resultado, lo de siempre. Se me enfadan los viejecitos y se entusiasman algunos jóvenes.

En resumen, afirmo que hemos leído mal la poética, que en el Siglo de Oro la leyeron mal por causa de una tradición que pesaba mucho y por causa de una traducción que tampoco daba para mucho más. Detrás de mí interviene una mujer de la universidad de Sevilla, vestida de señora universitaria, de plaza fija y currículum aditivo —nunca adictivo—; su planteamiento, exponernos la Poética de Antonio Lulio. La Poética que expone es una Retórica apenas disimulada, llena de tópicos y lugares comunes. En su cerebro algo le dice que lo que yo he dicho pone en cuestión o deja pensar lo que ella expone con ingenuidad. Hace referencia de pasada a mi exposición pero sigue adelante, pensar, eso no, nunca más.

Así se van desgranando las dos ponencias restantes y yo me voy dejando caer en mi sillón y me retiro sin saludar cuando termina la sesión. Cuatro antiguas alumnas del TEC, que han estado en la conferencia, vienen a saludarme y se indignan un poco al notar que todo el mundo se dio por aludido con mi intervención pero que luego las cosas siguieron como estaban. Les reconozco el hecho pero poco más. Por mí la filología y sus historiadores pueden tirarse al Sena, les mearía desde el puente más alto para asegurarme de que se ahogan.

El paseo de vuelta al hotel, algo más de una hora, ya sin tormenta y con ese cielo limpio que deja el paso de los meteoros, me devuelve a esta ciudad monumental y grandiosa donde pienso refocilarme durante lo que queda de la semana.

 

Diario de París. 8 de julio de 2007

Lo que se ve desde esta ventana es Europa.

En la calle donde vivo hay algunas cosas de las que me gustaría que fuerais partícipes. En el número 1 bis, una casa burguesa con su notita señorial, vivió André Gide durante treinta o cuarenta años. Allí, probablemente escribió El Moralista o Los monederos Falsos. Ahora hay apartamentos de lujo para personas que no se lo merecen.

Un poco más arriba y en la misma acera está el número 9, lugar donde vivió durante años y quizá vive todavía Julien Green, autor de un diario monumental.

Por otra parte y subiendo hacia el hotel, en el número 24 se encuentra una mansión imponente, Chanaleilles que, en 1924 tenía alquilada Antoine de Saint-Exupèry y que actualmente parece que está dividida en diversos apartamentos de lujo para personas que no se lo merecen.

Seguimos subiendo y en el número 25 está la Farmacia Dupeyroux, donde uno de los líderes del instituto Benjamenta, Enrique Vila-Matas, compraba aspirinas francesas en la creencia de que eran mejores que las españolas.

Pasado el hotel, que se encuentra en el número 31, está el número 38 donde, como ya sabéis por mi diario de ayer, se conocieron Marx y Engels y le dieron forma, entre humo y palabras, al comunismo y a la revolución en forma de fantasma.

En los números 59 y 61 hay un extraño lugar. Se trata del Hotel Jeanne D’Arc tal y como reza en un escudo a pie de calle, tallado en la misma piedra que la fachada es imposible fijarse en él si no se cumple alguna de estas dos condiciones: o bien se deambula por la calle sin propósito, es decir, nunca buscando con urgencia un hotel; o bien se tienen ojos de lector, lector de la piedra, de lo que pone y está escrito en el mismo color del fondo sobre el que está escrito. Es un hotel, he pensado, para el lector entre líneas, entre palabras, para el lector del blanco sobre blanco. En el escaparate del hotel hay fotografías de varias personas, están pinchadas sobre un corcho, así que, como podéis pensar, se trata de fotografías de tamaño cotidiano 13x18 creo que son. En ellas siempre hay alguien con un pájaro o bien un pájaro solo. Destacan de entre esas personas una mujer mayor de aspecto antillano, una mujer que podría haberse sacado de Homeros de Derek Walcott. Está siempre rodeada de pájaros, en sus manos, en su cabeza, junto a sus labios, según la fotografía. Ignoro el sentido de estas fotografías pero en el siguiente viaje a París me alojaré allí.

Lo más llamativo para mí, lo que creo que le da a esta calle el impulso que estoy sintiendo desde que me instalé en la buhardilla y renuncié a mi jardín japonés extemporáneo es una casa que hay en el número 77. Se trata de una mansión de estilo fábrica inglesa de ladrillo. Un paralelepípedo perfecto. Ventanas sucias pero útiles todavía, flanqueada por dos construcciones cúbicas anexas, una a cada lado que hacen de la construcción un edificio simétrico perfecto. El hecho llamativo es que la entrada a la casa es un jardín corredor que ocupa toda la fachada, unos 15 metros, y que tapa literalmente cualquier acceso a la vivienda. El estado del jardín es el síntoma de que la casa está abandonada, de que nadie puede habitar en ella o de que, si lo hace, será a cuenta de no salir ni entrar.

Ayer a la noche, serían las 11.45, salí de mi hotel para llamar por teléfono. Caminé por la calle Vaneau, donde me encuentro, camino a la calle Sèvres, donde hay alguna cabina. Pasé enfrente de la casa y vi el jardín, olía a lilas que aquí están florecidas, me detuve para inspirar el aroma que me recordaba a mi casa de la sierra y súbitamente, entre la maleza, observé que había luces encendidas, concretamente 2. Una luz en la planta inferior, junto al flanco de la puerta de entrada que, entonces, me di cuenta, estaba completamente oxidada y llena de polvo. Otra luz en la planta superior, en uno de los extremos de la vivienda. Intenté curiosear, meter la cabeza entre la verja para ver mejor la luz de la planta inferior y vi una silueta, parecía una mujer joven. No sé decirlo con certeza, sé que miraba hacia la calle pero que lo único que podía ver era el follaje y la maraña de plantas que la fortificaban.

Seguí mi camino asustado, hablé por teléfono y volví al hotel. Cuando regresaba todas las luces estaban apagadas, lo vi desde la acera de enfrente, alejado unos 6 metros de la fachada. En el piso superior había una ventana abierta.

Di en pensar, con los nervios y el ajetreo de la visión anterior todavía palpitándome en las sienes, que aquella mujer había nacido allí, en aquella casa hacía muchos años, que se le había prohibido salir de allí y que había gastado su infancia mirando por aquella ventana. Las plantas crecieron y ella siguió mirando, veía el París del 68, oía aún a los estudiantes correr y montar barricadas, las bicicletas y las diminutas motocicletas zigzagueando entre el tráfico de policía y el ejército.

Ella miraba Europa con los ojos de hace treinta años, Europa había dejado de ser aquella masa de inquietud y compromiso para hacerse definitivamente el refugio de solterones de espíritu y de mercenarios de la palabra.

Desde mi ventana, si amplío un poco la vista, se ve Marx, se ve Engels, se ve André Gide, se ve Antoine de Saint-Exupery, se ve Julien Green, se ve Enrique Vila-Matas; desde mi ventana se ven apartamentos de lujo para gente que no se lo merece. Desde mi ventana se ve Europa, pero mis ojos están hechos para ver Europa. En la Europa que no quiero ver el misterio es la pobreza y la marginación. En la Europa que no quiero ver es preferible la injusticia al desorden.

Soy como la mujer ante la que ha crecido la vegetación, ante mis ojos crecieron libros que me guardan de la miseria y de la rutina.

    Cierra la ventana, amor, está empezando a entrar la realidad.

Después nos vamos a la cama.

¡Leed, leed, malditos!