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cuadernosbenjamenta

Diario de París. 7 de julio de 2007.

En los años 50 y 60 muchos escritores buscaban la posibilidad de viajar a Oriente. Hastiados de una Europa en Guerra silenciosa o en guerra abierta. Tediosos por su entorno tedioso de formas sociales yermas. Yo pretendí viajar a mi jardín japonés en París, huyendo de Europa, de la presión de sentirse responsable de muchos sentimientos. Viajé con mi cuaderno para poder decirlo todo y después olvidarlo. Llegué a mi habitación con jardín japonés y me instalé. Sentado fumando un cigarrillo recordé que en la calle donde me alojo dos amigos se conocieron. Uno de ellos vivía allí con su familia, el otro vino a visitarlo. Se conocieron y se gustaron, pasaron una larga temporada juntos. Se dedicaron a juntar palabras, imagino que rieron y fumaron y pasearon y hablaron de lo que escribían y se comprometieron únicamente con la palabra y con la amistad. Algún tiempo después de conocerse, jugando, si es que la amistad y la palabra se iteran y se repiten y se engarzan en la historia para formar un continuo, dieron a la luz un texto que cambió el mundo, desde aquí, desde la rue Vaneau donde ahora estoy alojado.

Por honrar a Benjamenta y a la amistad de la palabra que allí circula pregunté en la recepción si podría cambiar mi habitación por una de las buhardillas que dan a la rue Vaneau y dejar mi jardín japonés. Me confirmaron que podía y aquí estoy, he renunciado al jardín y a Oriente y estoy desapareciendo en medio de Europa. Me desvanezco como un espectro pero me siento más libre, capaz de recorrer Europa por la palabra, el compromiso y la amistad.

Un fantasma recorre Europa.

Los amigos cuya habitación veo desde mi ventana eran Marx y Engels.

Quizá ya nunca vuelva a ser octubre, pero desde mi ventana se ve Europa.

 

Longtemps

"Durante mucho tiempo, me acosté por escrito".

Frase quizá de Vila-Matas, el cual la atribuye a Georges Perec citando una hipotética carta de Derain enviada para aliviar de la lectura del duro Broch, parafraseando dicha frase a Proust y procediendo probablemente en última instancia, en escritura o vivencia, de nuestro guía Ménard.

 

Esos pendientes

Esos pendientes

Nunca la regalé pendientes, ni joyas. Puede que otros hombres lo hayan hecho por mí. Es más, ahora estoy seguro de ello. Y espero que así haya sido, pues entonces se habrá sentido dichosa  por un día, por una hora, por un segundo o por un instante.

Yo, por mi parte, simplemente traté de hacerla feliz independientemente de cualesquiera pendientes que decidiera engancharse; bien sean esos, o esos. Aunque he de decir que, particularmente, me gustaba más sin pendientes -el que me conoce sabe que no soy persona de colgantes-. Pero esos no eran más que deseos, que ahora quedan pendientes.  

De igual modo, me importaba poco, muy poco, el adorno que llevara el zarcillo, o de quién -o quiénes- se lo confirieran: eran sus pendientes. Y tenía todo el derecho a colgárselos. Y uno siempre debe decidir libremente sus prendas. O trapos, si viene a cuento. El caso es que yo no se los proporcionaba, a esos pendientes me refiero. Fundamentalmente porque a mí nunca me han gustado ese tipo de alhajas.

Recuerdo que una vez, paseando por un bazar, un dependiente que trabajaba por cuenta ajena -quiero decir de forma independiente- decidió dispensarla unos aritos de oro: esos pendientes.

Por supuesto, los dependientes que sirven pendientes –esos pendientes- están, como no, siempre pendientes de las dependencias de sus clientes, y atienden muy sabiamente –ellos tienen mucha experiencia en esas cosas- a sus necesidades, a sus pendientes.

Por eso la sirvió dos colgajos, aritos, que, la advirtió, deberían ser ubicados de forma correcta, exacta, delicada, fiel y honrosa a la causa para la que se fueran a usar.

“Los pendientes, esos pendientes, concretamente, son para llevarlos siempre, en cualquier ocasión. Da igual si es invierno o verano. Si se va de fiesta, o si se decide ir a una reunión familiar. Lo que hoy vas a comprar, esos pendientes, están hechos para llevarlos contigo siempre. No lo olvides”, la dijo.

También la explicó, lo recuerdo perfectamente, que esos pendientes la traerían suerte. A ella y a la persona que le acompañaba, y como no podía ser de otra forma, los adquirió. Los compró. Y así pudo conquistar, sin culpa y sin recelo, justo como lo hace cualquier persona que depende impulsivamente de la compra, esos pendientes.

Pero lo que me llamó poderosamente la atención fue la manera en la que se los ofrecía (esos pendientes), porque, dijo, que esos adornos, esos pendientes, poseían espíritu propio, y que eran un círculo infinito que la proveerían de amor –a ella y a su pareja- para toda su existencia.

Y así, los compró.

Yo pensé que aquello que estaba haciendo no era lo correcto, pero la apoyé, como siempre, en el impulso de su adquisición. Aunque del mismo modo cavilé, y sigo haciéndolo –esa es mi forma de ser-, que existen mejores regalos, obsequios, que ofrecer a las gentes de bien, más que unos simples y tristes pendientes: esos pendientes. 

Como persona romántica que fui para con ella, y que seré siempre para con las demás gentes de bien, a pesar de lo que pudiere acontecer, que el detalle no reside en la joya adquirida (esos pendientes), comprada o conseguida en un simple bazar, en una simple tienda de barrio, o en un simple y frío centro comercial, con dos simples billetes, papeles, de diez euros (tres apurando). Sino que en el detalle reside la esencia de la persona que los elabora artesanalmente, con las manos, que son el verdadero instrumento del alma de las personas bondadosas, íntegras y honradas. Leales, honestas y nobles.

A día de hoy estoy suficientemente capacitado para afirmar que el corazón no entiende de cuentas corrientes. Ni de llaves de habitaciones de hoteles de lujo escondidas, como un vulgar y maliciento trofeo, en el fondo de un desfasado, grotesco y antiestético bolso. Ni de regalos y obsequios materiales, como unos pobres y deslucidos pendientes escogidos, como no podría ser de otra forma, sin gusto alguno. El alma sólo conoce de acciones labradas desde el amor y para el amor. Al verdadero, me refiero. 

Unos simples pendientes, esos pendientes, hacen dichosos a quienes lo merecen.

Por supuesto, esta enseñanza, este aprendizaje que hoy se me otorga, y que debo asimilar de la forma más rápida, diligente y honrada posible, la anotaré cuidadosamente en mi cuaderno de escritura, que es lo más puro que me queda. Y la registraré justo en el espacio que dedico a mi particular lista de trabajos por concluir: esos pendientes.

Segismundo.

Se ruega insertar

Hay dos funciones alternativas en los ordenadores para el procesador de textos: insertar o sobre-escribir. La primera introduce letras, palabras, entre letras, palabras. La segunda, sustituye, borra, reemplaza palabras con palabras y letras con letras (quizá palabras con letras o letras con palabras; quizá incluso números).

 

En realidad, sin embargo, la sobre-escritura no existe. O, en realidad, sin embargo, la sobre-escritura consiste en insertar. Porque en algún lugar de mi ordenador queda lo que estaba escrito bajo lo que está escrito. En algún lado mi ordenador conserva huella de lo aparentemente borrado, excluido, condenado, suprimido, torcido o disimulado.

 

Insertamos, pues, siempre. Escritura entre escritura. Por eso el universo está en expansión continua.

Odradek Medio

Silogismo del esfuerzo y la esperanza

Premisa mayor: Todo lo humanamente posible debe ser intentado.

Premisa menor: Lo que puede un hombre sólo se conoce a posteriori.

Conclusión: Todo debe ser intentado.

Corolario: Desdichadamente no estamos solos.

Consejo: La palabra es el mejor método para conseguir lo imposible. 

Sin embargo

Pues soy un hombre completamente normal. Normal de la media estadística, incluso. (No sé, por cierto, por qué todos mis escritos resultan tan biográficos, como si me interesase especialmente por mí mismo, o porque no tengo capacidad suficiente para la ficción, o porque encuentro la ficción integrada más bien en cada día y cada cotidiano). 

Normal de estadística, insisto. Español residente en España, como la mayoría, madrileño residente en Madrid, como tantos, varón de cuarenta años, como la media. No estoy en ninguna minoría explotada ni favorecida, ignorada o considerada, discriminada positiva o negativamente: no soy inmigrante, ni homosexual, ni mujer, ni parado de larga duración. No soy joven ni viejo, luego no tengo ni pensión ni derecho preferente a concursos de vivienda pública. El Instituto de la Mujer me ignora, el Inserso también. Para la Seguridad Social soy más un cotizante sólido que un paciente caro o un receptor de subvenciones o pensiones. No soy suficientemente rico como para evadir impuestos con empresas ficticias, ni tan pobre como para no tener que pagarlos. Soy, como la mayoría, de clase media, y, como tantos, provengo de familia humilde; familia que no es ni de Madrid de toda la vida ni de provincias. Estoy casado, como muchísimos, tengo la media de descendientes, es decir, una hija. Mi trabajo es normal, de nómina normalita, y mis apuros a fin de mes son los mismos que los de tantos y tantos. Coche de precio y edad media. Peso normal. Fumador, como muchos. Colesterol alto, como exige la descripción prototípica del prototipo de varón de mi edad. Deporte, poco. Comida, dieta mediterránea quizá demasiado grasa. Aspiraciones, las normales: ganar un poco más, tener más tiempo para los míos, sueños de aventuras sexuales de las que huiría si pudiesen realizarse, mantener la salud, que nadie muera demasiado pronto, poder hacer una escapada a Menorca... 

Ni proamericano ni prosoviético. Ni nacionalista ni centralista. Como la mayoría. Ni taurino ni antitaurino. Como profesor, ni duro ni blando; más bien amable, intento hacer bien mi trabajo, es decir, como casi todos. Ni me consideran especialmente en mi empresa ni prescindirían de mí sin meditarlo cinco minutos. Mis amigos me quieren, como es normal. Coqueteo con el sexo opuesto lo típico. Soy fiel por pereza, como casi todos, supongo. Nunca saldré en anuncios de organizaciones no gubernamentales que defienden los derechos de nadie. Saldré, más bien, en los de consumo medio. No saldré en los periódicos, a no ser como firmante de una breve carta al director. Mi voto nunca será decisivo. Putearé poco, lo justo, a los pocos que en alguna ocasión dependan de mí. Bebo poco alcohol. Mi visa está explotada lo suficiente. No tengo coche de empresa. Tengo acceso a internet en casa, como la mayoría del hombre occidental de mi edad. Navego por donde todos. Miro el correo electrónico habitualmente. He visitado seis o siete países europeos y uno allende los mares; estuve de viaje de bodas en Canarias; normal, pues. 

Para los ignorados del planeta, pertenezco a la clase occidental pudiente y explotadora; para los dueños del planeta, pertenezco a esa clase media que hay que exprimir. Alienante y alienado, por tanto.

Sin embargo, no me gusta el fútbol, me abstraigo con facilidad, amo de manera concreta, específica, intensa y renovada cada segundo, disfruto intensamente de conversaciones, de silencios, de palabras escritas (leídas o producidas), me voy con la música cuando quiere secuestrarme, me opongo a la muerte de cualquiera con todas mis fuerzas y mis desesperaciones. Y comprendo lo incomprensible. 

Es decir, me gusto.   

Pequeño Odradek

De poemas y mujeres

"Vino primero pura,
vestida de inocencia;
y la amé como un niño.
Luego se fue vistiendo
de no sé qué ropajes;
y la fui odiando sin saberlo.
Llegó a ser una reina
fastuosa de tesoros...
¡Qué iracundia de yel y sin sentido!
Mas se fue desnudando
y yo le sonreía.
Se quedó con la túnica
de su inocencia antigua.
Creí de nuevo en ella.
Y se quitó la túnica
y apareció desnuda toda...
¡Oh, pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre".

Juan Ramón Jiménez, Desnuda.

Segismundo.

Un no-ser frágil.

Algo de lo que soy no es; es un no ser que no se opone a nada, no es contra nada y tampoco busca la pelea.

Mi no ser es un no ser porque deja que el otro venga y se plante aquí, en medio de mí: el problema es que en medio de mí no es ningún lugar y quien quiere adentrarse y extraer mi secreto sólo se topa consigo mismo reflejado. Soy el umbral sin exterior ni interior, el zaguán de un Hospital de Incurables porque no se puede curar lo que no tiene cuerpo. Copio, imito, mimetizo al otro si es necesario y me plego a lo que lanza de sí. No me siento privilegiado, no soy el centro de una recepción única porque, a buen seguro, lo que el otro deja ver es la copia diferida de un tercero.

Así siento la cercanía y una proximidad que me embelesan. Me veo en el otro poderoso y con rencor, y la inercia me dura hasta que topo con uno nuevo y entonces me doy cuenta de que me repito, que sólo soy el juego de repetir, de tal modo que soy el hueco donde todo encaja, como una virgen o una madre o la madre más virgen de todas. No tengo más que la repetición.

Un día me enamoro o hago un gran amigo. Pienso que he encontrado un alma gemela. Pasada la pasión inicial que todo lo ciega me percato de que lo que he encontrado es un espejo situado en la dirección complementaria a la mía.

Nuestro amor no es nuestro, es el lugar donde personas que no se conocen se aman porque ambos somos el cruce de caminos de otros.

 

Edelmiro Cifuentes.

Hospedero mayor de la Estancia Benjamenta (poetas, solteros y descarriados)

Oficiante principal de la Iglesia Constantina auténtica

Decano del Instituto Barbazul

Secretario del Salón Cortesano de virtudes y oprobios Francisco de Quevedo 

Sobre-escribir

"Las confidencias de los jóvenes suelen estar plagadas de supresiones y son un plagio evidente. Suspender el juicio conlleva una esperanza infinita".

F. S. Fitzgerald, "El gran Gatsby"

Oración

"Creo en la carne y en los apetitos: ver, oír, tocar... ¡Cuántos milagros!, y cada parte de mi ser es un milagro, divino soy por dentro y por fuera, y santifico todo lo que toco o me toca..."

 

Walt Whitman, Canto a mí mismo.

 

Segismundo.

¿Imprudencia?

Antes solía leer meticulosamente las contraindicaciones de los prospectos. Me arrinconaba en el retrete de mi triste apartamento de treinta metros cuadrados –mi hacienda no daba para más- para saber qué diablos contenía aquello que previamente me había autorecetado.

También prestaba especial atención a la molécula, al componente activo, para saber qué tipo de droga me estaba prescribiendo. Es más, en el primer cajón de mi mesita de noche guardaba un mustio y marchito vademécum que compré en El Rastro por dos mil pesetas para consultar, en caso de duda, los efectos de la sustancia que me iba a administrar. Aunque, todo hay que decirlo, según iban transcurriendo los años, apenas me hacía falta recurrir al librote. Por lo que el prontuario, con el paso del tiempo, se iba convirtiendo más que una referencia, en un elemento de adorno.

Entre mis fármacos predilectos se hallaban, por orden de preferencia, el Bisolvón infantil -Clorhidrato de bromhexina-, elaborado con un singular sabor a fresa; la agria Aspirina de toda la vida -Ácido acetilsalicílico-; y el Duphalac solución oral en botella -Lactulosa (DCI)-, ese particular denso remedio contra el estreñimiento, que olía a frutas endulzadas.

Si bien es cierto que diariamente, y de forma litúrgica, me administraba mi dosis, lo hacía sin revoltijos ni mezclas. Es decir, a cada momento del día le correspondía un principio químico activo, con sus respectivas manifestaciones reactivas: Acción, reacción. Pura física, o sea.

El turno del Bisolvón acontecía a primerísima hora de la mañana, con el fin de toser, expectorar y casi vomitar los malos sueños que me castigaban inclementemente todas las noches. A mediodía, ingería Duphalac con la máxima de aliviarme por la noche, antes de que me sobreviniera el incesante y puntual correctivo onírico. Y a las doce en punto de la madrugada acudía a la Aspirina, para acallarme el dolor que acumulaba durante toda mi porfiosa jornada.

 

Pero estas sustancias eran las puras. Las mixtas las dejaba para otras ocasiones.  Entre las mezclas manejaba algún Orfidal –Loracepán-, esa benzodiacepina de sabor ácido y metálico, que me administraba de forma sublingual, para mezclarla con unos sorbos de ron añejo, y así poder dormir de un tirón los sábados. También ingería algún Ibuprofeno –antinlamatorio no esteroideo (AINE)-, Espidifen 600 miligramos en concreto, acompañado de unas cañas en la bodega de Ángela, después de jugar al tenis con mi vecino de enfrente, con el único objetivo de aliviarme la inflamación de mi ya maltrecho hombro izquierdo. Y, por supuesto, le daba a las vitaminas; y más concretamente al Pharmaton Complex, ya una mezcla en toda regla -que hacía que el eructo supiera a jugos gástricos-, para tratar de sobrellevar los cambios estacionales, prevenir los catarros, demorar el cansancio e incrementar mi memoria para tratar de no consultar mi triste y aburrida agenda.

Pero si tuviera que elegir entre una de las dos administraciones, me quedaría con la pura. Porque la mixta sólo sirve para acallar -o mejor dicho ocultar- dolencias, como se ha evidenciado.

  

Porque si se mezcla no se asume del todo la enfermedad, el dolor o el padecimiento. Y eso no es conveniente para una persona que siempre ha sido, o por lo menos ha pretendido ser, íntegra en esencia. Justa, honrada y virtuosa consigo misma y con el mal que le aquejaba, que no es sino un compañero, o compañera, póngale usted género, de fatigas.

Unas fatigas, o achaques, mejor dicho, que a estas alturas de mi vida se van haciendo más frecuentes. Y resulta muy absurdo, irracional y paradójico para un hombre como yo, ya entrado en carnes y en años, contradecir sus padecimientos y zozobras. Por lo que ya es hora de que regrese a la pureza, a la honradez, a la honestidad que se merece el fármaco. La droga.

Por este motivo, les manifiesto que he decidido tornar a mis orígenes. Voy a ser leal con quien lo fue antes conmigo primero –o eso al menos quiero pensar-. La química no merece ser tratada con tanto desprecio y ofensa por mi parte. A fin de cuentas es una ciencia divina y sobrenatural. Porque en la mayoría de las ocasiones se encuentra muy por encima del raciocinio y la interpretación humana.

   

Por eso, a partir de este momento, consumiré la sustancia, el compuesto, de forma pura, sin mezclas. Con una salvedad: nunca más leeré los prospectos de las drogas que me recete. Y prometo que, sin lugar a dudas, serán más nocivas que las que me suministraba en mi mancebía. Quizá porque ya no me importen sus efectos, o por que ya haya asumido que la muerte puede saludarme en cualquier momento. Sienta lo que sienta. Ingiera lo que ingiera. De forma prudente. O imprudente.

 

Segismundo.

Quisiera sacar del pecho pedazos del corazón.

"¡Ay mísero de mí, y ay, infelice!

Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así
qué delito cometí
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.

Sólo quisiera saber
para apurar mis desvelos
(dejando a una parte, cielos,
el delito de nacer),
qué más os pude ofender
para castigarme más.
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron
qué yo no gocé jamás?

Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma;
¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?

Nace el bruto, y con la piel
que dibujan manchas bellas,
apenas signo es de estrellas
(gracias al docto pincel),
cuando, atrevida y crüel
la humana necesidad
le enseña a tener crueldad,
monstruo de su laberinto;
¿y yo, con mejor instinto,
tengo menos libertad?

Nace el pez, que no respira,
aborto de ovas y lamas,
y apenas, bajel de escamas,
sobre las ondas se mira,
cuando a todas partes gira,
midiendo la inmensidad
de tanta capacidad
como le da el centro frío;
¿y yo, con más albedrío,
tengo menos libertad?

Nace el arroyo, culebra
que entre flores se desata,
y apenas, sierpe de plata,
entre las flores se quiebra,
cuando músico celebra
de las flores la piedad
que le dan la majestad
del campo abierto a su huida;
¿y teniendo yo más vida
tengo menos libertad?

En llegando a esta pasión,
un volcán, un Etna hecho,
quisiera sacar del pecho
pedazos del corazón.
¿Qué ley, justicia o razón,
negar a los hombres sabe
privilegio tan süave,
excepción tan principal,
que Dios le ha dado a un cristal,
a un pez, a un bruto y a un ave?"

Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño.

Segismundo.

Silogismo del bien y de las mujeres

Premisa 1: Dña Isabel conoció el amor puro de D. Juan. Sin saber quién era.

Premisa 1: Inés. Conoció el amor itinerante de D. Juan.

Premisa 1: Dña Ana. Conoció el amor tenaz de D. Juan.

 

Premisa 2: Cuando vio que D. Juan había huido de su lecho para salvar su vida, Dña Isabel corrió tras él acumulando escritura y memoria de sus agravios. Le exigió su amor como cortesano puesto que ella era de familia noble. Pidió el amor como quien solicita que le sea reconocido un título. Pidió honor en vez de amor cuando supo que el amor de D. Juan se daba a cualquier mujer, como la justicia.

Premisa 2: Inés siguió a D. Juan cuando éste huía de las garras de los súbditos de Dña Isabel. Dejó a un mozo noble y sano con quien tenía amores por atrapar a D. Juan. Se conoce que lo cercano y simple le pareció evidente y D. Juan que se lo había dicho todo, no obstante, un misterio.

Premisa 2: Por causa del amor a Dña Ana y por haberla abandonado, D. Juan hubo de batirse en duelo con su padre de uno de cuyos lances terminó el Comendador malherido y a la postre muerto.

            Dña Ana perdonó a D. Juan porque sabía (así lo dijo) que D. Juan lo había hecho por amor.

 

Conclusión: ¿Cómo poder amar, siquiera un ápice, a una mujer que sería capaz de olvidar a su padre muerto, de traicionar un amor puro y de exigir el amor verdadero por un contrato con la tradición?

 

Corolario: Todas, sin excepción, pensaron que, a la vez, respondían a la justicia universal y proporcionaban un bien al mundo que éste no percibiría y un bien a D. Juan que éste no había comprendido pero que, con el paso del tiempo entendería y defendería como su única propiedad valiosa.

 

Consejo: Ningún hombre está obligado (ni siquiera concernido) por la inquina de un bien para cuya estimación es preciso dejar de ser hombre y convertirse en rata.

El ilustre murciano

Al ilustre murciano no le hacía falta hablar. El gesto era su palabra. Pero eso sí, cuando me regalaba su verbo, fluido e instruido, me brotaba el alma. Me encandilaba en los pasillos de la cafetería de la Universidad con aquellas historias de la Historia. Esas que sólo los sabios pueden narrar. Y lo hacía con ronca parsimonia, sin inmutarse. Sin saber siquiera que aquello que me contaba era lo más interesante que había escuchado desde que murió mi tío.

 

Es curioso, pero los dos tenían muchas cosas en común. Su aspecto era tosco, pero amable. Su mirada era honda, pero cordial. Y su voz era ruda, pero entrañable.

 

Aunque lo que más me llamaba la atención era el parecido que guardaban ambos a la hora de realizar la seña.

 

Se mesaban los cabellos hacia un lado, de derecha a izquierda, con toda su larga mano abierta, cuando cavilaban. Se ponían de puntillas, elevándose al cielo, cuando comenzaban el discurso. Juntaban sus pobladas cejas cuando discrepaban. Se apartaban, del mismo modo, lejos, muy lejos, la moldura de sus gafas de su "alquitara pensativa", y frotaban bruscamente sus fatigados ojos, con el pulgar y el índice al unísono, cuando pedían la palabra. Ladeaban la cabeza, y empujaban el cuerpo hacia adelante, cuando asentían. Se rascaban la coronilla cuando sugerían y, antes de que les sobreviniera su bronca carcajada -cosa que sucedía a menudo- abrían sus enormes brazos; y te envolvían en su aura protectora para ahogar los demonios que los hombres vulgares solemos tener en lo más profundo de nuestras conciencias.

 

En cuanto a su forma de platicar, qué decir. Vomitaban tinta mientras hacían sonar su enérgica voz ronca, ya rota por el exceso de humo en sus pulmones. Porque esos dos pájaros fumaban a escondidas de sus mujeres, como lo hacen los adolescentes de sus padres en los bancos de los parques. Quizá fuera lo único que ocultaban, porque los filántropos no mienten. A lo sumo, tan solo creen guardar a sus santas algún pecado en silencio, ya perdonado por el paso de los años.

 

A veces pienso que es una lástima que no se hayan conocido estos dos profesores. Pero creo que DIOS distribuye, como piezas de ajedrez, a sus ángeles, para que la partida de la vida tenga más equidad entre los que sólo seremos siempre simples aprendices de maestros. Menos mal que me queda uno, mi ilustre murciano. Menos mal.

 

Segismundo

¿Qué puede separarnos?


Llevo milenios intentando encontraros. Os busqué en Grecia, pero yo era un perro. En Roma, el fuego de aquel loco no me dejó vivir más de un lustro, por lo que el intento fue baldío. En Constantinopla, cuando fuisteis dos de los 31, crucé la plaza para hablar con vosotros, pero me atropelló el caballo de Teodosio -no creo que os acordéis de esa, para mí, simpática escena-. En Aquisgran, un joven me apuñaló por robarle un ganso -os juro que lo hice para dar de comer a mis hijos-, así que no os puede ver. En Córdoba, me asesinaron por cristiano; y en Granada, por mudéjar. Y mi misión no obtuvo recompensa.


 
En El Escorial, un tal Felipe os tenía demasiado ocupados en aquella lúgubre y recóndita estancia, trabajando en el hallazgo de la "sustancia"; allí sólo era un gato y, cuando os encontré, habías muerto los dos por exceso de inhalación de azufre.


 
Hastiado de tanta búsqueda, y asqueado de mis múltiples fracasos por hallaros, decidí descansar durante un tiempo. Desperté en París, y de aquella época sólo recuerdo un espeluznante chasquido en mi gaznate; por lo que tardé varios años en recuperarme de aquel traumático ¿accidente?


 
"Perdí la cabeza" y, desde España, os fui a buscar a Cuba. Pero en ese país una mujer me dijo que os vio en Salamanca. Me dispuse a regresar, y lo hice, pero no silbando precisamente.


 
Tengo conciencia de que decidí reanudar mi búsqueda en el 37. Nos encontramos, pero no nos vimos. Los tres estábamos cerca, muy cerca. Os sentía. Os olía, sí; pero no os podía ver, ni escuchar. De aquel tiempo recuerdo que estaba feliz por haberos encontrado, pero tenía miedo: unos pobres hombres tenían la instrucción de ponernos en fila, taparnos los ojos y colocarnos una mordaza para sellar nuestros labios. De aquel momento no recuerdo más que unos cuantos fogonazos, un golpe seco y frío. Mucho frío.


 
Desperté en el XXI, siendo adulto, en una Universidad. Ya no recuerdo muy bien su nombre, pero era profesor. No sé muy bien de qué, pero era profesor. Trataba de enseñar algo, no sé muy bien el qué, pero trataba de enseñar. Un buen día, en una de las estancias de esa Universidad, un hombre calvo se dirigió a mí de forma tímida. Se presentó, me estrechó su poderosa mano y me dio calurosamente la bienvenida. Algo me llamó la atención de ese hombre, pero en ese momento no supe saber bien qué era.


 
Al día siguiente, en esa misma estancia, me encontré con otro hombre. Se sentó en el mismo lugar en donde antes lo había hecho el calvo. Éste era más joven y grueso, por no decir gordo. También él me estrechó su mano, que era tan poderosa como la del calvo, y me ofreció un amable recibimiento. Como sucediera el día anterior, algo llamó mi atención. Aunque tampoco supe dar una explicación exacta. Lógica.


 
Pasados unos días, y ya habiendo compartido con ellos varias horas de trabajo en esa misma estancia, me di cuenta de que yo ya había estado antes junto a esos dos hombres: el calvo y el gordo. El aroma que ambos desprendían me hizo recordar cuál fue el lugar. Fue en el lugar en donde algunos hombres permanecíamos de pie, en hilera. Justo en el lugar en donde algunos teníamos los ojos tapados y los labios sellados. Exactamente en el lugar en donde yo sentí frío. Mucho frío.

 

 

Segismundo.

De amigos, abrazos y olas

Y, sin embargo, lo que dicen hacer lo hacen, lo que prometen en fantasía sigilosamente va siendo.

Son dos. Tiene uno de ellos la nariz tan amplia y cercana que la fragilidad de su cuerpo no parece frágil. Lleno de huesos, se mueve despacio, mira desde lejos, intensamente, muchas veces lleva la mirada baja, una mirada que recorre el suelo como en busca del objeto perdido, para levantarla por sorpresa e incrustarla en el compañero, buscando lejos, dentro, pero nunca agresivamente. Una mirada tan paradójicamente aguda como confortable, amiga. Sus palabras, por tanto, titubean a menudo, van buscando la expresión exacta dudando siempre de hallarla, y sobrecogen por la frecuencia con que no se sonrojan al usar exclamaciones y alabanzas. Todo lo hace intenso. Aprende quien le acompaña, siempre, que no importa estar cerca. Da abrazos tan fuertes tan a menudo…

El otro se mueve a oleadas, pero con olas suaves. Movimiento carnoso como sus palabras: lamen poco a poco la arena, avanzan cada vez un poco más, habiendo sido sin embargo desde la primera palabra ya la palabra exacta. Pero siempre hay otra. Otra ola. Profundizar más en la arena, acercarse más todavía al compañero. Inventar, y sin embargo cumplir el imposible prometido. Se mueve como olas, habla como olas y su volumen entero se va haciendo confortable. No es posible fijarse en una parte de su cuerpo sola; envuelve, más bien. Hace sentir que está de camino, en camino contigo, que fluye como las palabras sin reconocer origen ni tolerar fin. Y arrastra suavemente. Va lamiendo, a oleadas, imparable.

Los dos me hacen sentir acogido y crean un espacio que ni imagino sin ellos. Lo que dicen hacer lo hacen como en milagro, lo que prometen en fantasía va con sigilo siendo. Me desbordan, enmudezco y me sé pequeño, inmaduro y querido ante el torrente de abrazos, de uno, de olas y palabras, del otro; pero pequeño, acompañado y casi mimado, cuando mimos no esperaba.

Me pongo en sus manos; son grandes, las cuatro. Las de uno, huesudas, largas, acarician. Las de otro, carnosas pero no blandas, atraen, imantan.

Quizá son las olas abrazos, los abrazos palabras y las palabras olas. Pero esas conversiones sólo las pueden hacer ellos.

Y, claro, como pueden y lo dicen, lo hacen.

Odradek

Ese o ese.

Si se atiende al enunciado del encabezamiento, este diálogo podría parecer una señal de auxilio. Una petición de ayuda desesperada. Una asistencia remota o adyacente ante un espantoso y tal vez incierto peligro. Una solicitud de ayuda diligente. Una mediación ante un acontecimiento de desproporcionadas consecuencias derivadas de un suceso irreversible, inquebrantable, definitivo. Una intercesión o ruego determinante, sin contingencias, referido a un accidente de tal magnitud que pudiera ser hasta letal. 

De la misma forma podría deducirse que el enunciado lleva implícito un exordio cuyo contenido rezuma, manifiesta o trasluce, deseos de amparo. De ruego. De imploración.  

Aunque tal vez, todo es posible, que del introito alguien concluya que en este discurso el autor pretende lograr una impetración, un deseo encarecido de apoyo en la toma de una decisión. De una disposición que para él estima esencial en pro de continuar con su proyecto vital. Y que, como él no puede tomar una determinación, solicita el auxilio de otro ser de la misma especie, o quizás de otra diferente, para que trate de mediar en su logogrifo. 

Lo cierto es que en virtud a este axioma de socorro, que parece evidenciarse en el enunciado del epígrafe, cuando un humano debe decidir ante cualquier dilema que se le presente, bien sea ese o ese, y no está capacitado para alcanzar su propósito, recurre a la súplica a través de un mensaje simbólico, que viaja a través de los signos del lenguaje. Y envía, queriendo o sin querer, una señal desesperada de salvamento: un ese o ese en toda regla. Pero ese no es el caso, ese es el título. Y no, como algunos creen deducir, un corolario.  

Ese o ese, insisto, no es una petición. No es una súplica: es una elección. Aunque, por qué no decirlo, a la vez es una advertencia del riesgo que siempre puede suponer la toma de una decisión para una causa de antemano perdida, y que deambula errante entre dos direcciones. Entre dos trayectorias. Entre dos caminos. Entre dos rumbos. Entre dos destinos. Entre dos vidas. Entre dos naturalezas. Entre dos existencias. Entre dos creaciones. Entre dos esencias. Entre dos universos.  

Sí, justamente entre ese o ese.

Segismundo.

A un hombre enamorado: aviso para “ese”.

Resulta francamente fácil matar a un hombre enamorado.

Sin embargo, un hombre enamorado no es débil, se hiergue como una barra que no amenaza pero que lo penetra todo. La imagen no tiene tintes eróticos o sexuales por casualidad. Se dijo así adrede pero no quiere expresar nada sexual y menos reproductivo. Un hombre está enamorado la mayor parte de su vida, por eso los hombres vivimos menos que las mujeres. Esa barra no es débil, es frágil. No hay quien tumbe una ramita tierna, puede pisarse y se dejará pisar, puede tumbarla el viento y se dejará tumbar, puede mecerla la brisa e irá donde le digan. No importa si la pisan, la tumban o le dicen dónde tiene que ir, una vez pase la bota se erguirá sin remedio y sin descanso, orgullosa de ver cómo se aleja el viento, dichosa de haberlo superado y deseosa de la siguiente brisa. Una barra erguida no se dobla, se parte y no puede recomponerse.

Un hombre enamorado alcanza el máximo de vitalidad, el mayor empuje y convicción. Cree que nadie puede tumbarlo y se enfrenta al mundo por su amor. Un hombre enamorado se enfrenta a su familia, a sus amigos, a su trabajo, a sí mismo, porque es partidario del amor. Un hombre enamorado cree que la medicina que tomó no tiene contraindicaciones, que su potencia es de tal magnitud que nadie se atreverá a contestarla. Y, en efecto, nadie osa interponerse en el camino de un hombre enamorado.

Excepto lo que ama. Hay amores que matan, dicen. En realidad sólo hay tres amores que matan a un hombre: una mujer, un hijo y la escritura. Los tres aprecian el amor sin condición del enamorado, su aspecto de hombre bala que todo lo puede por amor. Pero los tres son medicinas y, a la vez, venenos. Por eso a un hombre que ama lo mata el objeto amado; porque le hace sentirse tremendamente vivo.

            Un hijo que se encara contra el padre lo deja desnudo y desarbolado, sin potencia siquiera para continuar con sus funciones vitales. La escritura que se resiste lo deja a uno ridículo, asomándose después de años a la puerta del estudio y mirando a la familia que lo recibe como se recibe al que quiso montar una empresa que todos consideraron ruinosa antes de que apenas fuera imaginada.

Una mujer, pues eso.

            Por eso no sólo hay amores que matan, sino que sólo hay dos cosas que nos pueden suceder una vez en la vida, encontrar el amor y conocer a nuestro verdugo. Un hombre muerto no puede dejar de estarlo.

Radio Hora

Oíamos cada mañana, o más bien dejábamos sonar y oíamos apenas como compañía, mientras me preparaba para ir al colegio, una emisora extraña llamada Radio Hora. Daban la hora cada minuto. Contaban algo breve y sonaba una campana, ding, como la que marca los asaltos de combate de boxeo. "Ding, radio hora, ocho treinta y cinco". Breve charla. "Ding, radio hora, ocho treinta y seis". Breve noticia. Mi madre: hijo, tómate ya el colacao. "Ding, radio hora, ocho treinta y siete". Vamos a llegar tarde. "Ding, radio hora, ocho treinta y ocho".

Cuando ahora preparo a mi hija para ir al colegio, tengo la campana en la cabeza. Hija, que no llegamos. Ocho treinta y nueve. Ding. Cuarenta. Ding. Llegaremos tarde. La puta campana me va desgastando los minutos, cada vez duran menos, cada ding me va dejando sin aliento, no me va a dar tiempo, a nada me va a dar tiempo, ding, cuarenta y uno, se me está yendo la vida y me estoy perdiendo los mejores momentos de mi vida, ding, cuarenta y dos, se me está escapando de las manos como arena la infancia de mi hija, este minuto no va a volver, el muy cabrón, ding, cuarenta y tres, me gustaría quedarme instalado en este minuto en que le hago la coleta, apagar la radio, apagar la radio, apagar la radio.

O, más bien, paralizarla.

Nunca escuché qué pasaba a las nueve. Me obsesionaba. Pensaba que a las nueve la emisora enmudecería para siempre, o estallaría, como la televisión por la noche después de sonar el himno nacional que ponía fin a las emisiones. A las nueve estaba ya en el colegio, o cerca. Sigo obsesionado en la indecisión entre parar de una vez la radio y saber qué pasará a las nueve. Debe de faltar poco para las nueve. Cada vez falta menos, de hecho. Ding, ocho cincuenta y nueve. Se me va el tiempo. Quiero parar la radio.

Odradek

 

Carta de despido

"Ha demostrado ser una persona altamente idónea, honrada, diligente, cumplidora y talentosa. No obstante, obedeciendo a un deseo personalísimo, se traslada ahora a una distancia adecuada. Jamás podremos olvidar sus extraordinarios trabajos sobre papel secante. Tanto nos han fascinado sus logros artísticos que hemos de lamentar de todo corazón su brusca partida. Para que sus refinadas dotes no caigan en terreno baldío y se echen a perder del todo, nos sentimos olbigados a implorarle que nos deje. Al pedirle tan cortés como insistentemente que tenga a bien irse de paseo, le deseamos la mayor de las suertes en su futura y compleja carrera,y al decidirse él mismo a dejarnos, nuestra satisfacción es tan grande que no sabemos cómo expresarla. En cuanto a la teneduría de libros, la ha llevado en todo momento como era de suponer que la llevaría. En líneas generales, su comportamiento no ha dado lugar sino a ciertos reparos de escasísima importancia"

 [Robert Walser, Vida de poeta]